William Kentridge: The Refusal of Time, 2012, en Documenta (13)

Es difícil pensar en un creador contemporáneo que haya logrado reunir en su obra el peso de la tradición artística, la incorruptible toma de posición ante los horrores del pasado y del presente y, sobre todo, un sentido de la plasticidad, la extraordinaria y tantas veces conmovedora capacidad para crear imágenes, como lo ha hecho infatigablemente William Kentridge durante más de treinta años. Sudafricano de Johannesburgo nacido en 1955, Kentridge estudió Ciencias Políticas y Arte en su país antes de viajar a París a principios de los ochenta, donde creció una pasión por el teatro que se convertiría en la semilla de toda su obra posterior.



Desde muy pronto, también, sintió una poderosa atracción por las vanguardias, en especial por la rusa y por todo lo vinculado a la estética que rodeó la revolución, un asunto que trataría en muchos trabajos de un modo más o menos velado. Explícita y vehemente fue, sin embargo, su mirada a la historia reciente de su país, en especial al apartheid. En torno a este tema no escatimó en ácidas, cuando no furiosas, referencias a la enferma perversión del colonialismo occidental, dejando de lado veleidades y lugares comunes y enfrentándose con decisión a él en fondo y forma. Y es en la forma, en su prodigioso empleo del dibujo y de la animación, donde Kentridge construye un universo propio en el que la habilidad, la precisión y la destreza son conceptos todavía celebrados.



El proceso con el que William Kentridge construye sus imágenes es bien conocido. Dibuja con trazo nervioso y agitado figuras y situaciones que fotografía y borra para dibujar y fotografiar de nuevo encadenando secuencias y produciendo animaciones. Dicho así no pareceríamos estar descubriendo nada, pero es en el ritmo de la acción, que es barrida y traída de nuevo sobre la superficie como azotada por el viento, donde reside la singularidad hipnótica de su quehacer. El proceso, como imaginarán, es lento. Dice el artista que una semana de trabajo puede dar para unos cuarenta segundos de animación. En esa febril sucesión de imágenes creadas y borradas se haya también su particular visión de la historia, que se desoye y se repite, que se quiebra y se repara, que se conoce y se teme pero nunca elude su inefable ejercicio de revisión.







Kentridge ha sido objeto de exposiciones en muchas de más importantes instituciones internacionales. Ha pasado por el MoMA, en una muestra que más tarde viajó al Jeu de Paume y que reseñamos aquí. Tuvo individual en el MACBA y pronto le espera el Reina, pero déjenme quedarme con su participación en dos Documentas separadas por quince años de formidable actividad. Se trata de las realizadas en 1997, bajo la firma de Catherine David, y la de 2012, comisariada por Carolyn Christov-Bakargiev, una de las grandes valedoras del artista. Destaquemos la importancia que la presencia de Kentridge tuvo en la Documenta de David, una exposición que quería censurar la capciosa actitud de las propuestas neoliberales consolidadas ya en la esfera internacional mientras criticaba el paternalismo insultante con el que se había afrontado el fenómeno de la globalización desde el arte contemporáneo. En el Museum Fridericianum de Kassel, Kentridge mostró por vez primera a los que serían algunos de sus personajes más conocidos, Felix Teitlebaum y Soho Eckstein a través de los cuales el artista narró la violenta historia de segregación en su país poniendo asimismo el foco sobre la delgada línea que tensa los conceptos de colonialismo y globalización.



En la Documenta (13), en la estación de Kassel, ya casi en los márgenes del amplio perímetro de la exposición, Kentridge presentó una epatante instalación titulada The Refusal of Time, en la que, junto al físico de Harvard Peter L. Galison, exploró la relatividad del tiempo asociándolo a los vaivenes de la historia, una historia que viene y se va, conformando narrativas esquivas y aristadas. Así lo constata la obra de un artista que recibe ahora un merecidísimo reconocimiento.



@Javier_Hontoria