Matadero Madrid. Paseo de la Chopera, 14. Madrid. Comisaria: Ana Ara. Hasta el 30 de junio
La actual directora de Matadero, Rosa Ferré, presentó en octubre pasado sus líneas de trabajo y sus planes para las naves del complejo cultural que gestiona directamente el Ayuntamiento de Madrid. La Nave 0, donde durante años se desarrolló uno de los programas más atractivos de la escena artística madrileña, Abierto x Obras, se dedicaría en adelante al medio audiovisual: retrospectivas de artistas organizadas en ciclos temáticos por Ana Ara, con el título general de Profundidad de Campo. Arrancó en enero con dos muestras sobre la violencia –Meiro Koizumi y María Ruido– y continúa ahora con un segundo ciclo sobre la etnografía que abre Carlos Casas y cerrará Ana Vaz en verano.
¿Es positivo el cambio? No. Por dos razones. La primera es que escasean los espacios en Madrid para las intervenciones artísticas a gran escala, para que los creadores se enfrenten a auténticos retos de transformación. Y más con la libertad que da disponer de una arquitectura casi en bruto en la que no hay que respetar paredes y suelos y en la que se puede jugar con la oscuridad, que ha tenido gran protagonismo en diversos proyectos aquí realizados. Para exhibir obras audiovisuales no hace falta más que una habitación y un asiento, por lo que es una pena –y esta sería la segunda razón por la que el cambio de rumbo es errado– que se desaproveche esta amplia y particular nave con ese fin. (Ahora, es cierto, la Nave Intermediae se ha abierto con éxito a intervenciones espaciales, pero con la limitación de que han de funcionar como playground o zona de juego infantil). Además, el montaje no nos lo pone nada fácil: las proyecciones de todas las obras no son simultáneas sino que se suceden en solo tres pantallas, ahora más grandes, por lo que necesitaríamos más de siete horas para visionar todas y al menos tres para ver un poco de cada.
Carlos Casas (Barcelona, 1974), una de las estrellas del festival DocumentaMadrid en el que se inserta la muestra, tiene un lenguaje ciertamente propio, a medio camino entre el documental y el arte. Sensible y cercano. Y moroso a más no poder. Las tres películas más largas que componen la Trilogía del fin se acercan en silencio a grupos humanos que viven en lugares inhóspitos y que defienden agónicamente modos de vida que no tienen cabida en el mundo moderno, esclavo de la producción y la globalización. Los escenarios son la Patagonia, el Mar de Aral en Uzbekistán y el Mar de Bering en Siberia. El esquema es similar en todas: el escaneo panorámico del paisaje se alterna con la observación a corta distancia, táctil, en interiores y exteriores, de sus habitantes.
Sin drama y sin ponernos realmente en situación: algunos breves parlamentos nos dejan entrever historias personales, frustraciones y anhelos, pero como ejercicio etnográfico las películas se basan más en las fisionomías y los atuendos –nada folclóricos– las rutinas, los entornos domésticos y, sobre todo, en la esforzada interacción de los individuos con el medio natural. Hay momentos emocionantes y también largos planos que nos hacen experimentar el lento paso del tiempo en los lugares donde el tiempo sobra. La trilogía es complementada por un conjunto de “trabajos de campo” con ingredientes a veces más experimentales en cuanto a la relación entre imagen y sonido. Esta faceta, la musical, forma parte también de la actividad creativa de Casas, que ha presentado en estos días un disco y ha hecho unas performances, que llama live cinema (cine vivo) en la misma Nave 0.