Los impresionistas y la fotografía.

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Comisaria: Paloma Alarcó. Hasta el 26 de enero

Sí, otra exposición sobre el Impresionismo en el Museo Thyssen-Bornemisza, y va una docena. ¿Con qué fundamento? Al consabido propósito de atraer visitantes se ha sumado la pertinencia de contextualizar uno de los capítulos de las colecciones de este museo y de Carmen Thyssen que más contribuyen a singularizarlas y, en esta ocasión, la virtud de adoptar uno de los puntos de vista sobre el movimiento que más ha contribuido en las últimas décadas a entender las transformaciones que introdujo: el que analiza las contaminaciones entre fotografía y pintura en la segunda mitad del siglo XIX. Y gracias a ello disfrutamos de la ocasión única −y no es retórica, pues en España existe un marcado desinterés por la fotografía “primitiva” en colecciones públicas y privadas− de admirar en directo las creaciones de algunos de los grandes fotógrafos franceses de la época. Como subraya la comisaria de la exposición, Paloma Alarcó, conservadora jefe de Pintura Moderna del museo, los impresionistas vinieron al mundo en fechas próximas a la invención de este medio que casi de inmediato se quiso artístico y sus carreras se desarrollaron cuando ya había empezado a revolucionar la cultura visual y a infiltrarse en los talleres de los artistas. Claro está que su impacto sobre el arte no se limitó al Impresionismo −recuerden, por ejemplo, la muestra De Degas a Picasso: pintores, escultores y la cámara, Museo Guggenheim Bilbao, 2000− pero es cierto que tuvo una especial trascendencia en la “nueva mirada” que está en la base de sus aportaciones.

La cámara modificó la manera en que los pintores encuadraron la realidad, entendieron los efectos de luz e incorporaron el instante

La exposición se propone evidenciar cómo la cámara modificó la manera en que los pintores encuadraron la realidad, entendieron los efectos de luz e incorporaron una novedosa temporalidad −el instante− y lo hace con una estructura de escenarios y motivos en la que la cronología sufre a veces dislocaciones excesivas, yuxtaponiendo obras entre las que median décadas. El arco temporal precede a los impresionistas, pues parte de la Escuela de Barbizon, lo que es muy comprensible, y se extiende sin justificación hacia el siglo XX con los fotógrafos pictorialistas Demachy y Puyo, o incluso con Eugène Atget, que es enteramente ya otra cosa. El paseo comienza en el bosque, donde queda bien establecido cómo en Fontainebleau, a la sombra de Corot y de Courbet, los fotógrafos quisieron emular el paisajismo plenairista que se abría paso en el Salón en los años centrales del siglo y los pintores aprendían de ellos a sacrificar la visión de conjunto para enfatizar el fragmento. Mucho peor argumentada está la integración de la figura en el paisaje, en la siguiente sala, donde parece que no se han conseguido suficientes fotografías para demostrar que los nuevos retratos pictóricos de grupo (conversation pieces) al aire libre tendrían una gran deuda con ellas, lo que es indudable, aunque es muy sugerente el apunte sobre el uso de los telones de jardines pintados en los estudios fotográficos. Se destacan a continuación las grandes innovaciones en la representación de las aguas y de su interacción con la luz, con protagonismo del magnífico Gustave Le Gray, que inventó la marina pura y brilló en otras formas de paisaje, con ecos evidentes en Monet.

En el medio siglo que cubre la muestra se instauró, gracias al tren y al ocio pero también con ayuda de la fotografía y con repercusiones en su práctica, la industria turística, y los urbanitas comenzaron a veranear y a hacer excursiones, y con ellos los artistas −en particular los impresionistas− que supieron reflejar estas insólitas formas de relación con la naturaleza. La selección fotográfica resulta extemporánea en este apartado sobre el campo pero se compensa al centrarse en los monumentos, los cuales constituyen quizá el asunto que, aunque con menos pretensiones artísticas, otorgó la mayor relevancia social e institucional a la fotografía, gracias a las campañas oficiales para documentar el patrimonio y las obras públicas, en las que Baldus fue rey. Aquí es especialmente acertado el montaje de grupos de fotografías junto a obras relacionadas no solo por los temas sino también por los puntos de vista, sin ocultar la diferencia de “enfoque”, que en la fotografía persigue la máxima nitidez precisamente por sus funciones descriptivas. Y cuando la mirada se amplía a las vistas urbanas se recalca otra de las diferencias: frente a las calles vacías de la fotografía −la gente y los caballos se mueven, por lo que se evitan o desaparecen− las modernas modalidades de habitarlas −paseantes o multitudes− hacen irrupción en la pintura.

Si hasta aquí la exposición es siempre atractiva y reveladora, se hace apasionante en el capítulo sobre el retrato, otro de los géneros mayores en la fotografía antigua −con aún más penetración social− y campo de experimentación pictórica. La pose se convirtió en algo cotidiano, al tiempo que los pintores usaban la fotografía de manera extensiva para tomar “apuntes” de los modelos, incluso en autorretratos como el que se incluye de Cézanne. La calidad de las pinturas, que tiene bastantes altos y algunos bajos en las salas precedentes, es aquí la más elevada aquí: hay excelentes obras de Manet pero sobresale de Degas, cuyo uso de la cámara es bien conocido −asimetría, desenfoque, encuadres caprichosos− y que aparece tras una, reflejado en un espejo, en un retrato fotográfico que hizo de Renoir y Mallarmé. Finalmente, un breve atisbo al desnudo, en el que el modelo pictórico de Venus recostada, actualizado por la Olympia de Manet (aquí solo en grabado) o por Rodin (en pintura), es adoptado por la fotografía más o menos erótica y acierta al relacionar los estudios del movimiento de Muybridge con las dinámicas bailarinas de Degas.

@ElenaVozmediano