Las formas sinuosas de las obras de Leonor Serrano (Málaga, 1986) funcionan como dibujos en el espacio, líneas rectas y curvas que se encuentran, retuercen y separan como un eco escultórico de la arquitectura que las acoge. Ha sabido incorporar el cine y, sobre todo, las resonancias teatrales a su trabajo, creando guiones y decorados con los que ha construido un estilo fácilmente reconocible. Sus instalaciones invitan a ser recorridas. Cuando en 2016 presentó Piezas de Adorno en el CAAC de Sevilla, replicó con materiales diversos las formas de las antiguas chimeneas del edificio y las acompañó de tres guiones. Y, poco antes, en su primera exposición en la galería madrileña Marta Cervera, proyectaba un vídeo sobre una pantalla ondulada con la que potenciaba, aún más, el propio movimiento natural de la imagen. Las referencias al teatro son constantes, acudiendo a distintos momentos de su historia, del Barroco a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y lo mejor es que, independientemente de todas estas fuentes, las obras funcionan por sí solas, estética y experiencialmente.
Teatro sin fin es su proyecto más ambicioso hasta la fecha por las dimensiones –ocupa toda la nave de Intermediae en Matadero Madrid– y por su uso, pensado como playground o espacio de juego para niños, es decir, como obra viva por la que diariamente pasarán decenas de visitantes infantiles. Es esta una instalación en la que entrar, tocar y escuchar. Si en sus trabajos anteriores interpelaba al espectador convidándole a moverse por las obras, en Teatro sin fin la invitación se desborda. Es un laberinto curvo y oscuro iluminado con una luz cambiante –amarilla, verde, rosa…– que funciona como una gran escenografía. Juega con el ilusionismo que provocan materiales reflectantes como las delgadas superficies espejadas (magic mirror film, para ser más precisos) que nos devuelven nuestra imagen algo distorsionada, mientras que grandes figuras antropomorfas de madera giran sobre sí mismas, se recortan siluetas de formas redondeadas en varillas y láminas y algunos retazos de la lana reciclada del suelo centellean activados por la luz. Aunque la artista se inspire en el Endless Theatre del arquitecto y artista Frederick J. Kiesler, no puedo dejar de pensar en colectivos de los sesenta como USCO, que con sus instalaciones de luces estroboscópicas, tejidos brillosos y música provocaban –a otras revoluciones, eso sí– experiencias extra-sensoriales en el espectador.
Una instalación en la que entrar, tocar y escuchar. Un acercamiento lúdico y cotidiano al arte muy necesario
La intención de este playground es que los niños puedan moverse por él sin restricciones. Es una obra de arte para ser usada pero también para el deleite estético y sensorial, con un tema, el del juego muy presente en el arte y la arquitectura desde las vanguardias. Lo vemos hoy en el trabajo de artistas como Andrea Canepa, el colectivo Assemble (Premio Turner 2015), Superflex (y sus columpios de la Sala de Turbinas de la Tate) y, por supuesto, Carsten Höller y sus toboganes de acero inoxidable. Pero la importancia de este programa de Intermediae (esta es la tercera artista a la que invitan a diseñar un espacio infantil) radica en que pone el foco en la utilización de los espacios públicos como lugar de recreo y de reflexión, porque promueven así un acercamiento lúdico y cotidiano al arte contemporáneo muy necesario.