El pelo dice mucho de cada uno de nosotros. El color o el tipo de corte en ocasiones va acorde a corrientes o tendencias que pertenecen a grupos culturales o sociales determinados. Esto no es algo nuevo, ya durante el Romanticismo el peinado era una forma de distinción y representación social. Obviamente, las élites no se peinaban como las clases populares y un acto de día y otro noche requerían una ostentación diferente. Cómo la moda fue cambiando durante los siglos XVIII y XIX es lo que el Museo del Romanticismo propone en la exposición Teje el cabello una historia. El peinado en el Romanticismo a través de 90 pinturas y objetos de artistas como José de Madrazo, Federico de Madrazo, Antonio María Esquivel, Valentín Carderera o Rafael Tegeo.
“Las crónicas de los bailes y eventos de París quedan relatadas en las revistas femeninas, que a medida que la sociedad avanza van añadiendo figurines que nos hablan de cómo era la moda. Estas publicaciones también ayudaron a que llegara al público”, explica Carolina Miguel Arroyo, comisaria de la muestra. La exposición, dividida en tres secciones -peinado femenino, masculino y el pelo como objeto de recuerdo-, se ha organizado con los fondos que tiene el museo bajo la premisa de aportar una nueva lectura.
“Las pelucas eran tan barrocas que ellas tenían que ir sentadas pero después de la Revolución Francesa van desapareciendo porque requerían mucho cuidado. María Luisa de Parma fue la última en llevarla”, comenta la comisaria. De hecho, estas se empolvaban con harina de arroz y trigo, ingredientes que tuvieron que ser aprovechados como fuentes de alimento. Así pues, durante las décadas de 1820 y 1830 los recogidos femeninos empiezan a aumentar de tamaño y van escalando por la cabeza “con el pelo dividido en dos con tufos rizados” mientras que “el cabello suelto se reserva para la intimidad”.
Un ejemplo de la artificiosidad que requería de expertos peluqueros especializados lo encontramos en el retrato de la infanta Luisa Carlota. En lo alto de la cabeza se puede ver un ave del paraíso completo con todo su plumaje. El caso de Lucía del Riego es, para la comisaria, uno de los ejemplos más elegantes con el pelo recogido en forma de lazo y dejando caer dos grupos espesos de bucles sobre las sienes. Para Carolina Miguel Arroyo esta época fue la más sugerente, un momento en el que “las grandes damas incorporan la peineta, accesorio que ayudaba a sujetar el peinado y que España exporta fuera”. También necesitaban armazones o, como vemos en el caso de la princesa Doria, turbantes para los bailes. “A los peluqueros se les enseñaba cómo hacer estos peinados para ir a juego con la indumentaria y los colores, a su vez, en consonancia con las caras de las mujeres”.
A mediados de los años 30 estos peinados recargados y altos empiezan a perder fuerza, la extravagancia cede a la sencillez. Un poco más adelante, en la década de los 40, con el ascenso de la burguesía, el peinado más característico será el bandós: el cabello pegado a las sienes que a finales de los 50 y principios de los 60 da paso a los moños bajos.
¿Y los hombres?
El peinado de los hombres no tuvo su difusión en las revistas de moda más que de manera puntual porque no era considerado como un elemento de belleza. En el siglo XVIII las pelucas, que hasta entonces denotaban estatus, redujeron su longitud y volumen hasta desaparecer en 1893. Como ocurrió en el caso de las mujeres el polvo de arroz se dejó de usar aunque “los caballeros más mayores la seguían empleando para ocultar las canas”.
Sin embargo, en el siglo XIX “el fenómeno del dandismo propició que se cuidara mucho el pelo y la ropa”, recuerda la comisaria. George Bryan Brummel fue uno de los referentes masculinos al poner de moda el pelo “desordenado, peinado hacia el rostro e incorporando patillas”. Estos hombres que cuidaban más su aspecto físico en España empezaron a ser llamados ‘lechuguinos’, aunque en ocasiones tenía una connotación negativa.
Poco a poco se incorpora el tupé piramidal, la barba y el bigote fue, sin duda, “una de las grandes revoluciones”. Llevarlo se consideró un acto “atrevido” propio de los jóvenes de la época y una moda en la que las generaciones más mayores no caerían. La patilla, la mosca y la sotobarba (la barba unida a las patillas) serían otros aspectos españoles que se pusieron en boga entre los hombres de los años 30. Habría que esperar a la década de los 50 para empezar a ver los bigotes imperiales, cuyos ejemplos se pueden ver en la muestra.
El pelo como objeto de recuerdo
Sí, durante el Romanticismo guardar mechones de pelo se convirtió en algo habitual. Ya fuera la primera guedeja de un niño, como símbolo de amor entre una pareja o como recuerdo para alguien que se iba a la guerra. De hecho, “crearon un objeto para guardarlo al que llamaron guardapelo”. Pero lo más singular no es guardar una parte de la cabellera de alguien sino hacer joyas o cuadros usando el pelo tratado como material. En ocasiones los mismos peluqueros eran los encargados de confeccionar los diseños aunque existía cierto miedo o reparo a que el trabajo realizado no fuera con el pelo original sino de otra persona o falso.
En fin, que el pelo nos sobrevive y dentro de unos años analizarán la época que vivimos a través de las fotografías que vamos dejando en la nube.