La expresión máxima de la deuda que Galdós sentía para con las artes de pintores y escultores tiene fecha: el 19 de enero de 1919. Ese día el escritor, ciego ya y con apenas un año de vida por delante, asistió a la inauguración del monumento que por suscripción popular se había erigido en su honor en el parque madrileño del Retiro. Su autor, Victorio Macho (Palencia, 1887 - Toledo, 1966), labró gratuitamente la formidable estatua que Galdós no pudo sino examinar con el tacto. El anciano escritor había entablado amistad con el aún desconocido bohemio, por el que se dejó retratar e interpretar de buena gana, a diferencia de lo ocurrido pocos años atrás con otro de sus retratistas, el afamado Sorolla, tan insistente como menguadamente exitoso al solicitar que posara para él. En la presencia del novelista ante su estatua hubo un gesto de reconocimiento expreso por el modo y los medios con los que se le daba representación, desde luego, pero también fue un acto de adhesión a las artes plásticas y al arte público como aliado apetecido de la escritura. Macho lo esculpió sentado, con las piernas cubiertas por una manta y las manos entrelazadas sobre los muslos. La forma del mueble en el que se acomoda es muy similar, hay que decirlo, al cuerpo de dos leones cuyos cuellos aguantan el respaldo y cuyos lomos se prestan de apoyabrazos. ¡Qué serenidad la del escritor que se sienta, como Orfeo, entre las fieras, y le dan protección! Tomaban expresión en esa estatua magnífica, a la par, las experiencias corporal y literaria de Galdós. Victorio Macho transfería a su estatua a la vez un Galdós doméstico adorado por sus perros y un Galdós reflexivo, protegido por leones simbólicos sobre el trono que en su honor conduce por el parque público una carroza en marcha.

Al explorar con el tacto el bulto esculpido por Victorio Macho, el escritor pudo, aun sin verse, notarse a sí mismo, por así decir, como representación artística. Esa reunión de Galdós con las artes plásticas, percibida por el tacto, tiene mucho de estación de llegada, de cumplimiento de destino para un maestro de la observación y un amante de las artes, y para un escritor que, además de prolífico, fue dibujante y pintor, incluso.

El Pilar dibujado por Galdós



Tuvo asimismo Galdós, autor de Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo, un poderoso interés por el saber histórico del arte, y su literatura lo evidencia. El novelista de la sociedad española abundó frecuentemente en la atención a los cuadros de, por ejemplo, Murillo, El Greco y demás como actores implícitos de sus narraciones, con fuerte incidencia en dramas humanos tan privados y domésticos, como condicionados por la memoria colectiva. Lo recordará el lector de Tristana, algunos de cuyos personajes, por ejemplo, se dicen expresamente salidos de cuadros de Velázquez. Visitante de museos, viajero inquieto y de irrefrenada curiosidad, Galdós hizo del lugar, del hábitat, de sus signos y de su entorno, entre los que se cuentan pinturas, monumentos y hasta el relieve urbano, partes de la acción novelada. Doña Perfecta desarrolla su acción en Orbajosa, ciudad obispal ficticia, cuya catedral y bienes muebles parecen incidir en la inamovilidad de la vida lugareña y en la intransigencia de su protagonista. Equivalente de Orbajosa como ambiente novelado es Toledo en Ángel Guerra. Aureliano de Beruete, tan contemporáneo de Galdós, pintó un admirable paisaje de la inventada Orbajosa, como también muchas vistas de Toledo. La obra de Beruete, personalidad tan luminosa, permite perfeccionar un saber tan apetecido como el que se ocupa del sentido galdosiano del paisaje. En la Vista de Orbajosa Beruete dio imagen ejemplarmente a la palabra de Galdós, pero ni mucho menos solo en ese cuadro.

Abundó en la atención a los cuadros de Murillo, El Greco y demás como actores implícitos de sus narraciones

La palabra de Galdós convocó expresamente a las imágenes en la edición de los Episodios Nacionales Ilustrados, publicados en diez tomos entre 1882 y 1885. Los primeros volúmenes fueron ilustrados por Enrique y Arturo Mélida, pero la nómina de artistas se fue incrementando a partir del tercero, con aportaciones de Ángel Lizcano, José Luis Pellicer, Aureliano de Beruete, Apel.les Mestres y otros, entre los que se encontraba el propio Galdós dibujante. En aquella hermosa edición ilustrada de dos series de los Episodios Nacionales se siente, desde luego, la réplica de bibliotecas ilustradas como la que décadas atrás había publicado Los españoles pintados por sí mismos en el Madrid de Mesonero Romanos. Pero la voluntad de Galdós por una documentación visual de la palabra, por pintar los Episodios, se expresa robustecida al implicarse él mismo como dibujante. La interlocución creativa con los artistas de su círculo de colaboradores y amigos no se limitaba a la relación entre el escritor y los ilustradores. Una mano artesana, apta para dibujar, aparte de escribir, se hermanaba con los artistas. Galdós regresó a la práctica del dibujo en la década de 1880, precisamente a propósito de ese trabajo editorial. El dibujo había estado entre sus dedicaciones más queridas de juventud, y se conserva una amplia colección de realizaciones suyas. También se ejercitó en la pintura al óleo. De ello resultaron cuadros que ponen muy de relieve el cuidado y la confianza en la mirada de quien cultiva la palabra. La producción de dibujos y pinturas sitúan a Galdós en la arena moderna de una literatura que busca su aliado en el dibujo, tan provechosamente como ocurrió en las obras de Goethe, E.T.A. Hoffmann, John Ruskin, Victor Hugo y tantos otros. En esa condición destaca Galdós en España por ser un ejemplo temprano, anterior a Unamuno, Castelao, Moreno Villa, García Lorca y Ramón Gómez de la Serna, por aludir a los casos más célebres. Aunque habría que reforzar ese elenco con la relación de dobles talentos, como Ricardo Baroja, y de pintores que escriben, como Santiago Rusiñol.

Aureliano de Beruete: 'Vista de Orbajosa (Ciudad imaginaria)', H. 1877. Foto: Casa-Museo Pérez Galdós

Sería entender el dibujo como un componente muy subordinado en el trabajo del autor de Fortunata y Jacinta. Una literatura decididamente volcada en el amor a la verdad como la de Galdós tenía que hacer de la vida corporal y sensitiva, en la que hacemos experiencia de las artes, objetos de atención a primar. Y un autor que además de disfrutar de una mirada impresionable tuvo a bien practicar el dibujo y la pintura se diría mejor preparado para un registro más completo de la realidad y de sus falsedades. La emancipación del sujeto en relación a sus farsas y prejuicios pasa por esa apertura perceptiva que Galdós tomó en crianza. Y, por si fuera poco, para rubricar el enérgico empeño del escritor por conectar con la visualidad de pintores y escultores, encontramos aún entre sus haberes la faceta de crítico de arte. Ejerció como crítico de arte en algunas colaboraciones para la madrileña Revista del movimiento intelectual de Europa en la década de 1860 y, sobre todo, años después en las extensas reseñas de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes que publicó en La Prensa de Buenos Aires. Sus aportaciones a la crítica ponen de relieve el amplísimo conocimiento que tuvo del arte español de su época, que juzgó según criterios afines a los del propio naturalismo literario, así como a ideales seculares de progreso. Pueden, así pues, remitir sus críticas al ejemplo de los primitivos flamencos para aleccionar a sus coetáneos sobre las bondades de un “realismo” que atiende a “idealidad y sentimiento”. Pero entra de lleno a considerar la pintura de historia, que dominaba los certámenes artísticos, para resaltar, junto a estimaciones relativas a calidades, el valor de la progresividad, algo que retomó probablemente de los escritos histórico-artísticos de Francisco Pi y Margall. La clave residía en el vínculo que con el presente podía alcanzar a tener un tema histórico, en la ejemplaridad progresista, así pues, de cualesquier tema de la historia para un presente político. Galdós arengaba a los artistas: “Pintad la época presente, pintad vuestra época, lo que veis, lo que os rodea, lo que sentís. ¿No os dice nada el ejemplo de vuestros ilustres predecesores y maestros que siempre pintaron lo que veían, y que cuando pintaban historia, es decir, Biblia o Mitología, la modernizaban trayéndola a la vulgaridad de su tiempo?”.

Envejece muy bien la escultura de Victorio Macho que ensalza en un parque público la autoridad intelectual de Galdós. Sigue renovando su memoria en la vulgaridad de nuestro tiempo. Y gracias al artista tiene presencia, cómo no, también el arte, que de tantos modos Galdós tuvo a bien honrar.