En la sala sólo hay un proyector con doble foco. El espectador los activa al acercarse. Círculo rojo a la izquierda; a la derecha, verde. Si funcionan a la vez (esto es, si hay un espectador a cada lado), se superponen parcialmente los dos círculos y al ser colores-luz, forman una zona de doble inclusión blanca. La propuesta de Amalia Pica (Neuquén, Argentina, 1978) –la primera individual en España de esta autora tan requerida en los circuitos internacionales, de la Bienal de Venecia a la Tate Modern y el MIT– tiene la fuerza (y la ironía) del apólogo. Dos personas, en los extremos opuestos del dispositivo y con colores contrapuestos pueden provocar, sin embargo, una zona de claridad, de luz. Una intención que se repite en la obra titulada A B C (línea) en la que el color está ahora en piezas geométricas de plexiglás ordenadas en anaqueles. Enfrente, un breve graderío: cada día, unos performers toman esas geometrías de color, haciendo que se opongan, complementen o incluyan entre sí. Un vídeo cercano (de la artista y Rafael Ortega) compensa a quienes lleguen a deshora.
Decenas de vasos de vidrio pegados a la pared resumen esta muestra que llama a un silencio crítico
Apenas podría imaginar que los Diagramas de Venn de aquella teoría de conjuntos que nos amargó a los más veteranos el fin del bachillerato y el célebre selectivo de ciencias, pudiera ahora servir de base a un hábil discurso sobre el pluralismo. Quizá en la elección de Amalia Pica pese sobre todo el bárbaro decreto de la dictadura argentina, suprimiendo en los programas docentes estos estudios lógico-matemáticos. Los militares temían que pudieran ser un impulso a la libre reunión. Más allá de este motivo, la propuesta habla de una actitud poco frecuente: el pluralismo. Fácilmente se confunde con la tolerancia. Pero el tolerante suele estar convencido de poseer la verdad y cree que al permitir, tolerar, los errores, estos se destruirán por sí solos. Eso pensaba Voltaire de la religión: permítanse todas, decía, porque tantos disparates reunidos se desmoronarán y harán lucir al final la razón. Pero esta fe del tolerante tiene un punto débil: puede haber criterios opuestos y valores contradictorios, dentro de la más estricta humanidad, sin que haya argumentos para decidir con rigor cuál es superior al otro. En estos casos no hay algoritmos milagrosos: sólo cabe hablar, desde el respeto y la aceptación del otro. Es la clave del pluralismo y la idea que promueve Amalia Pica, con la ironía de los Diagramas de Venn y los diversos colores de sus geometrías transparentes.
De hecho concuerda a la perfección con otra obra, (In)audito (sala), más de doscientos objetos de agitación (megáfonos, cacerolas, garrafas de plástico), virtuales tambores cubiertos de yeso y pintados de blanco, cuelgan de las paredes. Es el recuerdo de los llamados provos, los jóvenes holandeses que entre 1965 y 1967 iban en bicicletas pintadas de blanco para protestar por la situación de su ciudad, Ámsterdam, saturada de tráfico y ahogada por emisiones industriales. Por eso pintaron también de blanco las chimeneas de ciertos centros fabriles. Fueron los primeros en cuestionar el sistema europeo de postguerra basado en la economía productivista y en una política de consenso alcanzado sólo desde y por las cúpulas sindicales con patronal y gobierno. Entre el anarquismo y el situacionismo, denunciaban, junto a la falta de participación, la ignorancia de ciertos valores que ellos consideraban básicos.
Ha pasado desde entonces mucha agua bajo los puentes y algunos de esos valores hoy se reconocen pero también se han desvanecido muchos derechos, sacrificados a la omnipotencia de los mercados. La memoria de los provos vuelve a plantear que los valores son plurales, que entre sí pueden ser contradictorios y que por ello es preciso el diálogo no ya en las cúpulas y en el campo cerrado de las instituciones, sino en los pequeños espacios de la microfísica del poder que es donde sufren los cuerpos disciplinas revestidas de impecable lógica. Por ello adquiere pleno sentido la acción de la autora al pintar de blanco la escultura de Bolívar: el mito, sea el del héroe, el genio, la clase, la nación o los mercados, no hace sino ocultar los nexos que de modo coactivo organizan nuestro día a día. Esos mitos pueden ser tan tóxicos como las industrias contaminantes que los provos marcaban con pintura blanca.
Hay en estas dos últimas obras rasgos del tiempo, memoria de un pasado gozoso que puede volver. Conectan así con los confeti adheridos al suelo (Stabile with confetti), indicios de una fiesta a la que llegamos tarde, y con las pancartas de Procesión (Reconfiguración) de la que han caído eslóganes y reivindicaciones, y sólo queda el color y el calor, el recuerdo del gozo de sentirse libres.
Finalmente, Escuchar a escondidas resume tal vez la muestra. Decenas de vasos de vidrio transparente o de color fijados por la boca a la pared, figuran la actitud de quien pega el oído a una información que se nos hurta. No es mera curiosidad ni afán de chismes, sino un signo de la atención requerida ante los incontrolables circuitos de información. La obra es a la vez denuncia de una situación y llamada a un silencio reflexivo desde el que sea realmente posible oír. Tal silencio consciente, lícito afán de saber, se fortalece con el recuerdo de las antiguas celdas de los cartujos que ocupan el otro lado de la sala de este monasterio que hoy acoge al CAAC de Sevilla. La pieza resume la muestra porque ese silencio crítico es también el que se espera del espectador emancipado.