A Juan Luis Moraza (Vitoria, 1960) le gustan mucho las palabras. Juega con ellas igual que lo hace con los materiales de sus esculturas –reglas de metacrilato, metales, maderas–, saboreándolas. Salen de su boca en una sintonía amable en la que el tono didáctico delata su vocación de profesor. Estuvo en el meollo de lo que se ha llamado la Nueva Escultura Vasca cuando compartía estudio, conversaciones y cervezas con Ángel Bados, Txomin Badiola, Pello Irazu, Maria Luisa Fernández, y algunos más, subraya, porque “había mucha más gente que los cinco nombres que se manejan siempre”.
El efecto Guggenheim y la progresiva gentrificación de la ciudad, le hizo abandonar el famoso edificio de Uribitarte en 1998 con quince años de trabajo bajo el brazo: “Vendí 1.500 kilos de escultura para chatarra –recuerda hoy desde la calle Fourquet de Madrid, a la que mudó su vivienda y estudio poco después– y hablé con Artium, el museo de mi ciudad, para depositar allí lo más importante”. A este depósito le dedica ahora el centro de arte una exposición siguiendo la línea de su nueva directora, Beatriz Herráez, de sacar a la luz los fondos que abarrotan sus almacenes para reflexionar sobre las prácticas artísticas en el País Vasco. Del periodo que va de 1980 a 1998, el artista ha querido centrarse en dos años (1987-1988) y “hacer una micro retrospectiva con lo que menos se había visto”. De lo que vino después dio buena cuenta república, la individual que le dedicó el Museo Reina Sofía en 2014.
Este viaje en el tiempo, que ha tenido a Moraza buceando en almacenes y archivos, además de repintando alguna de las piezas, coincide con Tripalium, la exposición que acaba de inaugurar en la galería Espacio Mínimo.
Pregunta. Tres décadas separan estas dos muestras, ¿hacia dónde apuntan los nuevos trabajos que presenta en Madrid?
Respuesta. La exposición continúa la anterior que hice en la galería sobre la lógica del trabajo. He cogido el étimo del que procede la palabra trabajo, del latín tripalium, “tres palos” que eran un instrumento de tortura y que son también el mínimo estructural necesario con el que conseguir la máxima estabilidad, una obsesión –la de los puntos de apoyo en la escultura– de todo el movimiento moderno. Uso elementos muy lineales, algunos con referencias antropomórficas y antropométricas, herramientas, una lanza africana, una jabalina, el palo de selfi más largo del mundo… Y un cuarto elemento, los estrobos, que son los anillos de bronce que mantienen unidas estas piezas. Me gustan mucho las palabras, y esta tiene que ver también con estrofa y con catástrofe.
Escultura de papel
P. Siguiendo con la idea de “trabajo absoluto” habrá una edición de billetes, ¿qué le interesa de este papel-moneda?
R. El dinero es un trueque de tiempo. La iconografía de los billetes es la más selecta y cuidada porque como tiene tanto valor simbólico hay mucha discusión para decidir qué es lo que se pone, del mismo modo que el papel moneda es el papel más difícil de conseguir. Hacer esta serie ha sido muy divertido, tiene muchas claves: pequeños detalles en las firmas, veintitrés idiomas, personajes como Marx, Foucault, Houdini… He utilizado billetes de curso actual y de otras épocas y tienen un valor que va de 0,01 segundos a 500.000 horas, más de una vida.
P. Trabaja con obra gráfica, vídeo, escribe… pero se presenta como escultor. ¿Por qué la escultura por encima del resto?
R. Todos somos sinestésicos, no existe la percepción visual por una lado y la auditiva por otro sino que en el cerebro se mezclan de una manera totalmente indisoluble. La escultura no tiene que ver con la formalidad del objeto, con una tradición determinada, sino con una sensibilidad. Yo me eduqué como pintor, tuve desde los nueve años un profesor sordomudo que me enseñó a dibujar cogiendo mi mano, sin palabras. Y creo que es esa tactilidad la que me hizo escultor. No lo entiendo como una restricción sino al contrario, como un contexto suficientemente flexible y abierto en el que siempre aparece la fisicidad matérica.
P. Sin embargo, un elemento fundamental en la escultura es el espacio, que en la obra gráfica desaparece.
R. No me parece un problema porque va acompañando a los billetes, que ya están en el espacio táctil. Se doblan, se meten en la cartera, son objetos en sí mismos. Y por otra parte es una reivindicación social en un espacio en el que nos hemos excedido con la omnipresencia de la virtualidad. La escultura es un recordatorio de que hay una discontinuidad entre lo real y lo imaginario: lo simbólico.
“La escultura es un recordatorio de que hay una discontinuidad entre lo real y lo imaginario: lo simbólico”
P. Viniendo del contexto artístico vasco, ¿cómo se convive y cómo se supera la etiqueta de ‘Nueva Escultura Vasca’?
R. Nunca he sido un autor de una idea y un material, me he identificado más con los artistas cuyo estilo no tiene que ver con una suscripción morfológica sino con cierta querencia estructural. Luciano Fabro o Bruce Nauman han ido desarrollando distintas series vehiculadas a través de ciertas ideas que no dejan de ser siempre las mismas pero a través de una libertad de acción muy grande. Yo me identifico más con esa manera de entender el estilo como una forma singular de afrontar problemas, no tanto como una serie de estilemas que se van repitiendo y variando ligeramente. Me he hecho a base de cortes más que de puntos suspensivos. En Bilbao nos reuníamos, discutíamos mucho, etc. pero nunca había un programa de estilo. La tradición de la escuela vasca nunca supuso, al menos para mí, una forma de colocarme en una estirpe.
P. Hace muchas alusiones a psiquiatras, neurólogos, psicoanalistas, ¿qué le interesa de ellos?
R. Una obra no nos dice cómo es el mundo, nos da una mirada filtrada, cualificada. Y esa falta de neutralidad del arte es justamente lo que lo diferencia de la ciencia, que aspira a una visión objetiva, porque si no es una opinión. Ahí donde desfallece la ciencia es donde se legitima el arte. Y en ese punto sí me interesa entender la falta de neutralidad porque, como diría Lacan, el estilo es el sujeto y su singularidad. Siempre pienso que la obra de arte es analfabeta, es decir, que no necesita explicación. La relación que tenemos con las obras no es la de entenderlas. Siguiendo al compositor Schönberg, las obras afectan a los espectadores si estamos afinados. Esa afinación tiene que ver con la educación y con muchos factores. No hay por tanto en las obras de arte algo objetivo que indique que lo son.