Un hombre mira hacia un acuario vacío. Concentrado y en sombra, apenas podemos vislumbrar sus rasgos. Podría ser el Caminante sobre un mar de nubes de Caspar David Friedrich, también en el borde del precipicio y ante un paisaje. Este fondo parece menos movido que el del pintor romántico pero, no se confíen, es un silencio inquietante. José Manuel Ballester (Madrid, 1960) se ha encargado de limpiar minuciosamente toda huella de vida animal de la estampa original del Oceanario de Lisboa. “Quitar –explica– es una forma de añadir otro sentido”. Y así es como la tranquilidad de esa gran pecera no hace sino recordarnos el abismo al que se asoma nuestro planeta. El protagonista contempla, en realidad, la nada, ese futuro que nos aguarda si no tomamos medidas: ciudades desbordadas, campos y aguas contaminados, hábitats aniquilados y cientos de animales atrapados, todavía hoy, en parques zoológicos, más de setenta en España, según apunta Rafael Doctor en el texto que acompaña a esta muestra de la galería Pilar Serra.
Es este uno de los proyectos más comprometidos de Ballester hasta el momento, una serie de cuidadas fotografías de parques zoológicos de Madrid, Lisboa, Londres y Melbourne, cuatro no lugares que bien podrían estar en cualquier otra ciudad del mundo: espacios artificiales que albergan animales en cautividad para el disfrute de los visitantes. Pone así el foco en un tema de actualidad hoy: el sentido de este tipo de parques temáticos. Los artistas –comenta siempre– deben estar al servicio de su tiempo.
Es uno de sus proyectos más comprometidos: cuidadas fotografías de zooS en las que los animales se han evaporado
En todas estas imágenes, espacios artificiales (re)creados para unos huéspedes que se han evaporado, hay una ausencia latente. La idea no es nueva, ya la vimos en su serie de Museos en blanco (2015), en las salas de exposiciones desnudas de obras en sus paredes, y en la de grandes hitos del arte –como Las meninas de Velázquez, La Anunciación de Fra Angelico o El jardín de las delicias de El Bosco– despojados de sus protagonistas. Pero en esta nueva serie la crítica y la alarma se hacen más evidentes. Nos hace reflexionar, además, sobre la noción de paisaje en la contemporaneidad. Estas fotografías son ventanas a una naturaleza urbanizada, o a una ciudad falsamente naturalizada. El moho consigue crecer milagrosamente sobre las rocas de cartón piedra, los árboles se curvan de manera forzada ante livianas bóvedas y el agua del estanque de las aves marinas se convierte en una paleta de colores –del blanco de la espuma, al amarillo, el marrón, el verde y el rojo–. Un chapuzón visual para observar estas naturalezas salvajes cómodamente desde una pasarela.
La huella del Ballester pintor sigue ahí, en el juego de texturas que consigue crear con la impresión de tintas pigmentadas. Los rayos de luz y el perfil de las plantas parecen pinceladas de amarillo y son el colofón final de un proceso laborioso: el borrado de las figuras implica la reconstrucción paciente con Photoshop de todos los espacios que tapaban.
El silencio es otro de los ingredientes fundamentales de este trabajo en el que hay un elemento discordante: el Tiovivo kitsch del zoo de Londres que cierra la muestra y la publicación. Caballos, tigres, leones y cebras de estridentes colores y acabados plasticosos que apuntan, quizá, al futuro de muchas de estas especies. Se aleja estruendosamente del poema de Machado. Los pegasos no son ni lindos ni de madera. “Alegrías infantiles” transformadas aquí en una auténtica pesadilla.