En La Anunciación Fra Angelico envuelve la cintura de Adán y Eva con una planta trepadora llamada clemátide. No es una flor especialmente atractiva pero el pintor la puso ahí por alguna razón, cuya respuesta la encontramos en otra nomenclatura que tiene: la hierba de los pordioseros. Los mendigos se frotaban la piel con ella pues sus hojas producen ampollas e irritaciones con las que llamaban a la misericordia de los feligreses. Que estos personajes bíblicos aparezcan con ella envía al espectador un mensaje: “nos adelanta que van a tener que sufrir”, comenta Eduardo Barba, botánico y paisajista que ha escrito El jardín del Prado (Espasa), un libro en el que ofrece otra manera de pasear por el museo uniendo arte y botánica.
El reino vegetal es la gran pasión de Barba y esto le ha llevado a catalogar las obras del Museo del Prado que muestran detalles botánicos. Su investigación empezó hace muchos años a modo de aprendizaje personal. Durante un tiempo acudía a las salas del museo todos los días e incluso los vigilantes de sala le miraban con una mezcla de extrañeza y curiosidad. Tras las incontables horas que ha pasado allí ha llegado a contabilizar hasta 1.050 piezas y, sin embargo, no todos los visitantes se fijan en estos detalles. “Hay quien lo hace porque le gusta el mundo botánico pero muchos amantes del arte no habían posado su mirada en ellas porque en ocasiones las plantas están en un lado”, cuenta Barba.
Por eso, el paisajista quería “romper con la ceguera en torno a las flores. Es un término inglés que hace hincapié en que no les prestamos atención y en muchas ocasiones complementan el mensaje que un artista quiere transmitir en su obra”. De hecho, hay piezas en las que su significado es fundamental. Como ejemplo pone La Anunciación de Fra Angelico, una obra del Renacimiento en la que “encontramos los cuatro árboles del bien y del mal. Si ves ese jardín y no entiendes el por qué de su flora pierdes su mensaje”. Otro ejemplo es el retrato de María Tudor realizado por Antonio Moro. En la mano derecha sostiene una rosa roja heráldica de Lancaster, “símbolo de la dinastía Tudor”.
Claro que no siempre es fácil comprender estas capas de la botánica. Los artistas han sabido representar el mundo vegetal durante siglos. Así, durante el románico “sabemos que los artistas tenían una manera sencilla y esquemática de representarlas y cuesta identificar las especies. Más tarde, durante el gótico hay una explosión descriptiva y realista mientras que en el Renacimiento hay una eclosión realista”, explica Barba. Y, por supuesto, cada época viene marcada por la presencia de algunas plantas y la ausencia de otras. Es el caso de la hiedra, planta trepadora que aparece representada a lo largo de la historia, desde la escultura grecorromana, la pintura romana hasta el gótico y el renacimiento. No se trata de una “planta espectacular que tengamos en mente, lo normal es pensar en el clavel y, sin embargo, la hiedra navega a través de los siglos. Otra de las flores habituales que podemos encontrar en diferentes etapas es la rosa”, sostiene el escritor.
También podemos hablar, claro, de artistas. Para el autor pintores como Robert Campin, Joachim Patinir o El Bosco son tres grandes ejemplos flamencos. “Las plantas en sus obras son imprescindibles, en cualquiera de ellas hay una potencia botánica no solo en términos descriptivos o realistas sino en la importancia misma de la pieza”, asegura. En El jardín de las delicias hay docenas de especies, en Campin se pueden contar hasta 20 en una una pintura y las obras de Patinir nos aportan la sensación de estar inmersos en ellas. Si viajamos al siglo XV “es fascinante ver cómo Jan Brueghel el Viejo representa hasta casi 100 especies o cómo Clara Peeters traslada a sus tablas con delicadeza los motivos botánicos”. Y si bien hemos mencionado a Fra Angelico en un par de ocasiones, Eduardo Barba nos recuerda que no podemos olvidarnos de Tiziano o Rafael. En nuestro país destacan bodegonistas como Juan de Arellano y Luis Egidio Meléndez e incluso Velázquez y Goya “reflejan algunas especies de manera realista”.
Todos ellos trasladaban al lienzo las flores y plantas que veían alrededor, cerca de sus casas, en las calles, en los patios. Por eso es habitual encontrar celidonias o gordolobos, dos plantas “de carácter muy marcado”. O como hace El Bosco con el drago, una flor de “carácter apabullante que no crece en el norte de Europa y lo tuvo que sacar de algún libro de botánica”.
Aunque pueda parecer que a partir de ahora está todo descubierto, Barba asegura que el Museo del Prado es una sorpresa continua. “Quien crea que ha visto una vez una obra y la conoce bien es mentira. Con la botánica ocurre lo mismo, para mí era como viajar a otro país. De hecho he descubierto un tulipán azul en una obra de Juan van der Hammen pero estas no existen si no se tiñen”, observa. Tampoco ha pasado por alto que hay 200 plantas que aparecen en tan solo una ocasión o que en el Tríptico con pasajes de la vida de Cristo del Maestro de las Horas Collins “incluye un par de ortigas a los pies de cristo, una planta que todos sabemos que tiene un capacidad irritante, lo que imprime a la obra la simbología del sufrimiento”, apunta.
En definitiva, el mundo vegetal “en el arte es indispensable aunque hemos perdido muchos códigos para desentrañar la simbología de las obras”, se lamenta Eduardo Barba.