A lo más que puede aspirar un artista es a que su obra sea tan conocida que no importe el autor, porque nos pertenece a todos. Es lo que pasa con algunos poemas, algunas canciones y algunos cuadros. Es lo que pasa con un cuadro en que aparece un grupo de personas de espaldas, con pesados abrigos, que corren a abrazarse con otras tan estrechamente que no vemos las caras y sólo el entusiasmo urgente del encuentro. El cuadro se titula El abrazo y estaba en el estudio de Juan Genovés cuando una reunión clandestina de la Junta Democrática, recién muerto Franco, planeaba una campaña demandando una amnistía que permitiera elaborar la reconciliación pendiente. La casualidad hizo que tuvieran a mano una escena que representaba perfectamente esa intención. Eligieron un tanto improvisadamente ese cuadro y se imprimieron varios cientos de miles de carteles, que acabaron tanto en las calles como en los hogares. Con el tiempo El abrazo se ha convertido para la Transición en lo que El Guernica para la Guerra Incivil, una imagen que resume todas las posibles. No es de extrañar que después de pasar por una colección privada norteamericana y dos museos españoles, haya acabado (desde 2016) en la denominada Sala Constitucional de nuestro Congreso de los Diputados.
Sin saberlo, Juan Genovés contribuyó a forjar un hipotético Arte Pop español, marcadamente diferente del de otros países
Juan Genovés (Valencia, 1930), su autor, falleció en la madrugada del pasado 15 de mayo, quince días antes de cumplir noventa años, cuando preparaba su próxima exposición, que iba a celebrarse este otoño en la galería Marlborough, con la que llevaba trabajando más de cuatro décadas. Toda su larga trayectoria se podría describir unánimemente diciendo que pintó gente en acción. Nunca personas solas, sino en pequeños grupos o generalmente en multitudes y siempre en movimiento. Más característica aún es la visión cenital, desde una lejanía que no es la del compasivo ojo de Dios, sino la de la política o la sociología. En las décadas de 1960 y 70 utilizaba tonos apagados, grises y sepias. A veces parecían captadas como a través del visor de un arma o eran fotogramas del borroso NODO de la Historia, y en ellas podían escucharse gritos y carreras. En los ochenta y los noventa, sus cuadros reflejaron tramas urbanas castigadas, en un tipo de visión cuasi militar, a la que nos habían acostumbrado las noticias de las guerras por el petróleo de Oriente. Luego, con el cambio de siglo, Genovés realizó una pirueta inesperada y genial. Introdujo color y relieve. Sus cuadros de las últimas décadas se han hecho estrictamente contemporáneos, porque nuestras multitudes son, efectivamente, multicolores. Concentraciones, migraciones, reuniones. En lugar de correr delante de la policía, corren hacia el centro comercial. En lugar de desbandarse en una plaza lo hacen al atracar en una playa. No siempre es tan triste, también pueden llegar festivamente a un estadio (Genovés fue siempre muy aficionado al fútbol) o salir en grupos a un paseo dominical.
Juan Genovés fue siempre un artista de esos que podemos llamar comprometidos, en cada momento con la causa correspondiente. Sin embargo, no es esto lo que hace de él una figura imprescindible del arte español y una completa singularidad en el panorama internacional (sus reconocimientos van desde la Mención de Honor de la Bienal de Venecia de 1966 al Premio Nacional de Artes Plásticas de 1984 o la Gran Cruz de la Orden de Jaume I en 2016). Lo que fundamenta su importancia es, por un lado, su consistente y continuada reivindicación de la figura. Fue miembro de colectivos artísticos como el Grupo Parpalló (1956) y luego el Grupo Hondo (1960), dos alternativas disidentes de la abstracción informalista. A partir de entonces, Genovés recuperó solitariamente la figuración. Y sin saberlo, contribuyó a forjar un hipotético Arte Pop español, marcadamente diferente del de otros países. Su otro mérito, a mi modo de ver, es que esa preocupación por la figura alcanza una consistencia extraordinaria en su oscilación entre el individuo y la multitud. Es como si llevara toda su vida queriéndonos decir que lo importante son las personas.
La primera obra que vi de Juan Genovés fue la portada de un disco que me pasó sigilosamente un amigo. Estábamos en 1970, el disco se llamaba Silencio y era de Adolfo Celdrán, un cantautor de los de entonces, cuyas letras nos importaban más que la música. No busqué nunca el autor de la cubierta, que representaba exactamente el estruendo callado con que discurría aquel tiempo. Y sí, aquellas figuritas que corrían sin saber que iban camino del futuro éramos nosotros mismos.