Es la larga noche de los museos. Las obras que los habitan no desconocen la soledad: en los festivos y en las horas de cierre descansan de los visitantes que se las comen con la vista y que las envuelven en su húmeda respiración. Algunas dormitan en los almacenes. No pocas han sufrido el exilio o el enterramiento, en tiempos de guerra, o han tenido vacaciones en meses de reformas. Pero este imprevisto y prolongado distanciamiento de su público, que llega en un momento en que nuestra relación con las producciones culturales estaba ya en proceso de profunda transformación a través del consumo digital, supone un quiebro cuya dirección aún no está clara, y menos aún ante un hipotético futuro pandémico. La ausencia física, en todo caso, nos ha hecho reflexionar con mayor urgencia sobre lo que perdemos y lo que ganamos en esta mutación.

En estas semanas se ha acrecentado la oferta online de contenidos artísticos. Instituciones, galerías, revistas o los propios artistas han puesto en circulación nuevos proyectos digitales o han relanzado otros anteriores, con general éxito de visitas. Algunos de ellos tienen como objetivo suplir la experiencia real de las obras con simulacros cibernéticos que a veces incorporan valores añadidos: visitas virtuales con explicaciones y referencias, imágenes con niveles de detalle que llevan a una hipervisualidad sobrehumana o con manejo en 3D para hacerlas girar, “exposiciones” que posibilitan encuentros quiméricos... No existe el riesgo de confundir la obra con su imagen digital: la inmensa mayoría de quienes usan estas herramientas, que son de conocimiento pero también de entretenimiento, tienen muy claros los límites. Pero quizá no sobre subrayar, dadas las circunstancias, algunos aspectos de la presencia real del arte, y las restricciones que estamos sufriendo –inmovilidad y distanciamiento– me inclinan hacia dos ámbitos de existencia del mismo que se han visto especialmente modificados: el espacio físico y el espacio social.

Instalaciones, obras de Land Art o en contextos arquitectónicos o paisajísticos, no puede percibirse adecuadamente fuera de su espacio

La experiencia del arte es somática y se produce en un lugar, que suele ser un espacio cerrado, una arquitectura sagrada, palacial o comunitaria. Las obras, durante milenios, dieron significado a esos lugares que las cobijan, desde las cuevas prehistóricas en las que las representaciones, a la luz de las antorchas, provocaban ilusiones ópticas y estados de conciencia alterada, al museo, refugio para imágenes que habían perdido su sitio en el mundo y tuvo desde sus orígenes un sentido marcadamente político. Los museos que antes fueron templos, casas o talleres de artista, residencias aristocráticas... tienen una personalidad espacial que no puede traducirse al medio digital. La luz es muchas veces insuficiente, los suelos crujen, las cortinas huelen a tiempo... Pero incluso el museo moderno, el cubo blanco, dista de ser, como se pretende, una arquitectura que se nos desmaterializa para que la visión sea “pura”. Pregunten, si no lo creen, a sus huesos. Frente al cuerpo inmóvil ante la pantalla, la visita real implica un deambular característico y hasta se han identificado dolencias en la espalda y el cuello asociadas al museum walk: pasos lentos y cortos, numerosas paradas, larga permanencia en pie...

El British Museum visto en Google Street View

Se podría decir que la experiencia artística es una forma de conocimiento enactivo, que es el adquirido a través de la acción directa del organismo en el mundo. A los lugares del arte, sea una galería en nuestra ciudad o un templo griego, como el siciliano de Segesta, solitario entre colinas agrícolas, nos desplazamos en carne y hueso, pisando suelo, sintiendo la temperatura, traspasando un umbral, y todo eso tiene una carga emocional que afecta a la apreciación, la intensifica. Además, hay formas de arte que no se entienden sin su propio espacio, no pueden percibirse adecuadamente fuera de él. Piensen en las instalaciones, y más cuando suman elementos lumínicos, sonoros u olfativos, en las obras de Land Art o en las incrustadas en contextos arquitectónicos o paisajísticos concretos, antiguas o modernas. La presencia en el lugar y la integración sensorial son clave sobre todo para las obras que requieren de la participación del espectador, que las activa con su presencia, y son del todo imprescindibles en el arte “en vivo” (performativo) y en las llamadas instalaciones inmersivas, tan del gusto del público, en las que nos vemos rodeados de efectos atmosféricos, cromáticos, luminosos...

Un espacio social

Este último es un tipo de arte en el que el segundo ámbito de existencia que quería señalar cobra especial protagonismo, el espacio social. Aunque, por la presión del turismo masivo, nos parezca un privilegio poder disfrutar de las obras en solitario, lo cierto es que la experiencia del arte ha sido desde sus orígenes comunitaria. La exposición, sea permanente o temporal, da lugar a unos rituales públicos que nos congregan. Forma parte del ADN del arte, siempre en el vórtice de celebraciones religiosas o políticas, y que incluso en sus manifestaciones más experimentales o más ornamentales no tiene sentido si no se comparte. El arte fomenta las identidades, la cohesión, y quienes lo aman sienten que forman parte de una comunidad. En estos meses, la comunidad online de amantes del arte se ha fortalecido. Internet, con las redes sociales, es un no-lugar al que acudimos para mitigar el síndrome de abstinencia. Pero hay otro lugar para el arte que construimos como comunidad: el dilatado espacio fantasmal de las imágenes en la memoria, las obras ahora presencialmente inaccesibles a las que damos cuerpo con el recuerdo. Comparable a aquella biblioteca andante de memorizadores de libros en Fahrenheit 451, existe un monumental museo, vivo y universal, en las mentes de innumerables apasionados del arte en arresto domiciliario. También fuera de las pantallas.

@ElenaVozmediano