Hace tiempo que la huella del hombre sobre la tierra se ha convertido en el eje central de programas, bienales, textos y obras. Lo vemos de manera clara en estos días en la exposición 2120 del Patio Herreriano de Valladolid y resuena a modo de bajo continuo en Rascando la superficie, en la galería Travesía Cuatro. Esta última centra el foco en las huellas materiales –no sólo orgánicas, sino también artificiales– que encontramos en la corteza terrestre y lo hace convirtiendo a los artistas participantes en arqueólogos de nuestro presente. Así, estos espigadores contemporáneos son testigos de una naturaleza que convive a marchas forzadas con los plásticos, de ciudades en las que las plantas se marchitan, los objetos pierden sentido cuando caduca su uso y en las que la robótica comienza a asomarse. El quid de la cuestión no es tanto la emergencia climática sino las distintas capas de vida que podemos rastrear aquí y ahora.
Hablamos de un mismo lugar (la Tierra) y un mismo tiempo (el siglo XXI) cuando paseamos entre las telas cubiertas a brochazos por Vivian Suter (Buenos Aires, 1949). La artista lleva años refugiada en una aldea guatemalteca donde trabaja a la intemperie. Cuelga sus lienzos en medio de la selva –parecido a como lucen ahora en la galería– dejando que las inclemencias metereológicas e incluso los animales actúen directamente sobre ellos. Borra con su práctica los límites entre lo humano y la naturaleza del mismo modo que la joven Lucía Bayón (Madrid, 1994) acude a materiales naturales que reúne en combinaciones imposibles de pulpa de papel, harina, piedra pómez o almidón. Moldea con la argamasa resultante recipientes que muestra apilados o distribuidos por el suelo y cuyo aspecto pesado poco tiene que ver con su realidad liviana. Justo lo contrario a la especie de pila bautismal de obsidiana de Tania Pérez Córdova (México DF, 1979), situada en frente, aunque las dos incidan en su discurso en los objetos vividos.
Un montaje y una selección de obras muy cuidados que incluye a artistas poco habituales en nuestro circuito
Hay en toda la muestra un cierto sabor animista que se asoma en las esculturas hiperrealistas de Álvaro Urbano (Madrid,1983). El nuevo fichaje de la galería (con exposición individual prevista para primavera de 2021) presenta de nuevo aquí las piezas de una oficina abandonada –una planta mustia y un puñado de cartas que nadie ha pasado a recoger– que ya vimos en la excepcional presentación de la galería Chert Lüdde en ARCO.
El tiempo se ha suspendido en este escenario en el que pesa la ausencia. Igual que la vida se ha detenido en las piezas de Sara Ramo (Madrid, 1975), las más netamente arqueológicas de todo el conjunto, presentadas como un muestrario sobre una gran peana. Estos hatillos que oscilan entre formas de atributos sexuales y antiguos exvotos para ritos de la fertilidad apresan decenas de objetos, e historias, que las vecinas de la artista en São Paulo –un colectivo de prostitutas trans– le regalaron, y crean un festival de materiales textiles, hilos y gomas, pelo y bisutería. Esta fusión de lo cotidiano, lo mágico y la denuncia, recuerda a los escondites de su lindalocaviejabruja en la sala de protocolo del Museo Reina Sofía.
Tienen mucho peso en toda la propuesta dos tendencias muy presentes en las prácticas artísticas actuales: el tema (la huella del hombre en el planeta) y la utilización de materiales de desecho, ingredientes muy accesibles que reflejan de manera fiel nuestro entorno. Samara Scott (Londres, 1985) encapsula en una caja de metacrilato plásticos, cables, trozos de metal y blísteres que flotan en un colorido líquido casi amniótico. Los desechos se transforman aquí en hermosas composiciones que podrían ser el resumen de toda la exposición. No es esta la típica colectiva para rellenar el final de la temporada, sino un montaje y una selección de obras muy cuidados. Incluye a artistas poco habituales en nuestro circuito nacional (algo que se agradece) y sólo dos de ellos pertenecen a la nómina de la casa (Sara Ramo y Álvaro Urbano).
Entre las novedades, Korakrit Arunanondchai (Bangkok, 1986), al que vimos en la última Bienal de Venecia, que continúa con un vídeo la serie de trabajos en la que mezcla supersticiones, historia y política. Comienza con la cámara acariciando el rostro, las manos y, más tarde, la respiración de una anciana, señala las “cicatrices” de este “cuerpo sin vida” que es la Tierra, se deleita en lugares esplendorosos y acompaña a criaturas del futuro.