En su VII edición, el Premio Joan Miró 2019 ha sido concedido a Nalini Malani, una artista que goza de una gran proyección internacional y que en España resulta prácticamente desconocida. Organizado por la Fundación Joan Miró y la Fundación ”la Caixa” con el soporte económico de esta última, el mencionado galardón se ha asentado como uno de los más prestigiosos dedicados a la creación y uno de los mejor dotados (70.000 euros), lo que además comporta la producción de una exposición del artista. Hasta ahora el galardón ha sido otorgado a los creadores Olafur Eliasson, Pipilotti Rist, Mona Hatoum, Roni Horn, Ignasi Aballí y Kader Attia, selección que describe por sí misma la ambición del premio. La exposición de Nalini Malani estaba previsto que se inaugurase justo antes de que estallara la pandemia, de manera que ha sido confinada hasta ahora, que ha podido abrir al público con las medidas preventivas a las que tenemos que habituarnos.
Hay en Malani un compromiso alejado de lo panfletario y un empleo de imágenes de Oriente y Occidente
De la biografía de Nalini Malani (1946) interesa destacar algunos aspectos clave. Nació en Karadin, el actual Pakistán, pero con apenas un año, debido a los conflictos nacionalistas y la división de la India, su familia tuvo que exiliarse primero a Calcuta y luego a Bombay, dejando todos sus bienes en su ciudad de origen. En los años 60, durante su periodo de formación, frecuenta el Bhulabhai Memorial Institute de Bombay, una plataforma que concentra a músicos, dramaturgos y artistas plásticos que trabajan individual o colectivamente. En este mismo periodo asiste a una de las primeras escuelas de arte creadas por los británicos, donde los estudiantes se iniciaban en los procedimientos de la tradición europea de pintura al óleo. Igualmente significativos fueron sus viajes a Tokio y a París, ciudad, esta última, donde completó su aprendizaje con una beca. En definitiva, la obra de Nalini Malani se desarrollará en el cruce de fronteras entre las tradiciones de oriente y occidente, la India y la cultura europea, los procedimientos tradicionales y la expansión del arte a otros soportes y otros lenguajes más allá de la pintura... De hecho, Malani pasa por ser una de las pioneras del cine experimental y de la renovación artística en la India, al tiempo que utiliza la pintura, habitualmente sobre soporte cristal, crea espacios envolventes o inmersivos, practica el dibujo mural efímero (que es borrado, en una suerte de performance, cuando finaliza la exposición), la instalación, el teatro de sombras (incluso el simple teatro) y los nuevos medios digitales.
Su obra se presenta, a su vez, bajo el signo del compromiso político: la denuncia de la desigualdad y la opresión, la discriminación y la violencia ejercida contra la mujer, la condena del nacionalismo cínico que sólo busca manipular a las masas... Estos, el compromiso feminista y la sensibilización política, son los aspectos que más subraya la comisaria y responsable de exposiciones de la Fundación Joan Miró, Martina Millà. Y, sin embargo, la obra de Nalini Malani no posee –y esto juega a su favor– un carácter panfletario.
A la luz dela exposición, uno de los elementos que más me ha interesado es la recurrencia a una idea de memoria ancestral: la utilización de imágenes simbólicas o arquetípicas de múltiples procedencias –entre oriente y occidente–, pero que construyen una identidad común a todos los hombres, una identidad perdida, oculta... Y de ahí el título de la muestra, que es No me oyes. Y también que una de las múltiples y significativas citas de la muestra diga: “La destrucción del pasado es quizá el mayor de todos los crímenes”. La autora es la filósofa Simone Weil. No hace falta insistir en la dimensión política del enunciado.
La primera pieza que abre y da nombre a la exposición es Las cosas han cambiado, una de esas instalaciones inmersivas o envolventes, como las denomina Nalini Malani. Está compuesta por unas pinturas sobre cilindros de plástico transparente que rotan sobre sí mismos en una sala en penumbra. Unos focos proyectan los símbolos pintados en los cilindros, como si se tratara de un teatro óptico o de sombras chinescas. Estas imágenes semejan espíritus o fantasmas, sombras o restos de un lenguaje perdido que no podemos escuchar ni entender racionalmente, pero que nos sacude interiormente y alimenta nuestro deseo hasta el punto de infundir terror. Se trata de signos de un mundo ancestral, que provienen de los albores de los tiempos. La instalación se complementa con la lectura de un texto que alude a Casandra, que en la mitología griega era la sacerdotisa que tenía el don fatal de ver el futuro, aunque era incapaz de revocarlo. Pero hay algo más: en la obra se confrontan simétricamente el trazado urbano de dos ciudades, una que parece antigua, restos arqueológicos de un mundo perdido, y otra que es la actual Barcelona, la cual será igualmente engullida por el olvido y la muerte.
La muestra termina con otra obra envolvente titulada, ahora con signos de interrogación, ¿No me oyes?, que consiste en un calidoscopio o laberinto de proyecciones digitales en las paredes de la sala. El círculo se cierra: el principio y el final –aunque con procedimientos diferentes– se confunden. Tan solo queda el silencio y la muerte.