Koldo Chamorro (Vitoria, 1949 – Pamplona, 2009) pasó su infancia en Guinea Ecuatorial y cuando llegó a Pamplona con 16 años la ciudad estaba sumida en una época oscura, franquista y tradicionalista. En sus años en África un amigo de su padre le regaló una cámara con la que empezó a retratar su entorno. Aunque Chamorro estudió Ingeniería en 1974 le concedieron la Dotación de Arte Casellblanch, una beca con la que tuvo la oportunidad de asistir a los Encuentros de Arlés. Aquello marcó un hito pues fue cuando decidió que dedicaría su vida de manera profesional y a tiempo completo a la fotografía.

Durante sus más de 30 años de trayectoria Chamorro tomó millones de fotografías a través de las que inmortalizó las luces y, sobre todo, las sombras de España. Una de sus series más importantes, a la que tituló El Santo Christo Ibérico, llega al Museo Lázaro Galdiano dentro de la programación de PHotoEspaña. Empezó a trabajar en este proyecto en 1974 y lo dio por concluido con el Jacobeo del año 2000. “Este tema es al que más esfuerzo dedicó y con el que más se involucró”, comenta Clemente Bernard, comisario de la muestra y amigo del fotógrafo. El Santo Christo Ibérico, como otros trabajos de Chamorro, es un proyecto de larga duración en el que habla “de su país, de su familia y de sí mismo en una gran labor de introspección”, asegura Bernard. 

Este trabajo, por otro lado, no estuvo exento de peligros pues en una España “en la que la religión era hegemónica hablar de ella era un riesgo”. Sin embargo, Chamorro lo aceptó y decidió recorrer los pueblos del país en busca de los rituales y liturgias que muchos pensaron que desaparecerían con el fin de una dictadura que se atisbaba en el horizonte. El afán de Chamorro, como cuenta su amigo Bernad, no era la conservación sino el “análisis crítico y social de lo que ocurría en un país sumido en el oscurantismo pero que se veía abocado a la modernidad”.

Un Vía Crucis con 15 estaciones

La Alberca, Salamanca, 1995

El Santo Christo Ibérico empieza con una pequeña introducción en la que se muestran las diferentes etapas del Vía Crucis y en cada una de ellas se añaden las instantáneas que hacen una referencia directa a esas fases. La selección de las imágenes, que anteriormente se vieron en Pamplona, no es nada casual. Cuenta su amigo Clemente Bernad que a Koldo Chamorro le gustaba la numerología y quería que sus muestras tuvieran una cantidad de imágenes en múltiplos de 12. Si bien en Pamplona se vieron 108 el tamaño de la sala del Lázaro Galdiano ha hecho que esta exposición se haya visto reducida a 62. La cruz, no obstante, sigue siendo el hilo conductor.

Clemente Bernad detecta tres fases en esta serie del fotógrafo: la primera “se ciñe al núcleo del ritual, a lo que sucede en un determinado pueblo”. En este sentido, las imágenes, siempre muy bien compuestas y pensadas, giran en torno a las festividades en sí mismas. En la segunda Chamorro “se aleja de la celebración y trabaja en la periferia para mostrar lo que ocurría en las inmediaciones en las fechas de las fiestas”. Y la tercera busca la cruz y la presencia de Cristo fuera de estos contextos, en trabajadores subidos a un poste eléctrico o en el cuerpo muerto de un joven que yace con los brazos abiertos sobre una camilla.

Huelva, 1995

La mirada del fotógrafo vasco es inquietante y sus imágenes ásperas, duras y laberínticas. En una primera mirada se pueden escapar la cantidad de detalles que Chamorro había percibido. “Su fotografía es rotunda y ambigua al mismo tiempo, está llena de sombras, de complejidad”, aprecia Bernad. En definitiva, su mirada nos sume en la inquietud y nos desestabiliza, nos pide más y requiere que nos detengamos a pensar qué hace el cuerpo de una mujer con el pecho descubierto en el suelo de un cementerio de Sevilla o por qué una niña está subida a una cruz. De hecho, a Koldo Chamorro le gustaba preparar sus imágenes y en ocasiones las componía con la precisión de un relojero suizo de modo que ante una imagen persiste el misterio sobre si cazó el instante tal y como lo vemos o se trata de una escenografía que compuso él mismo.

“Hay que tener en cuenta que era difícil trabajar e ir a esos pueblos sin saber bien cuál era la apuesta visual y si lo que estaba haciendo serviría para algo”, comenta Bernad. Su interés se centraba en el mismo acto fotográfico y no tanto en su posterior difusión, algo que seguramente no ayudó a que su fotografía gozara de la misma celebridad de otros autores que formaron parte del grupo al que se llamó Los cinco jinetes del Apocalipsis (en él encontramos a Cristina García Rodero, Cristóbal Hara, Fernando Herráez y Ramón Zabalza). El autor, que aceptó encargos publicitarios y también trabajó para editoriales y revistas, dejó un retrato de una España oscura cuyo discurso “no encajó bien en la imagen descafeinada y homologada con otros países europeos que se quería proyectar”.

En definitiva, su nombre no resuena con tanto fervor pero su archivo, que se encuentra en manos de su hija aunque sin digitalizar, nos muestra a un fotógrafo que se dedicó a la profesión “en cuerpo y alma, como un monje”.

@scamarzana