En el libro Señora de rojo sobre fondo gris, podemos leer: “Entonces sí, entonces sentí celos del cuadro, de no haberlo sabido pintar yo, de que fuese otro quien la hubiese captado en todo su esplendor”. Mucho te tiene que gustar la pintura para dedicarle un libro entero a un cuadro, titulado precisamente como el libro. Y mucho tiene que importarte el personaje retratado en él. Las dos circunstancias se dan en este texto hermoso y conmovedor, escrito por Delibes poco después de la muerte de su esposa, Ángeles de Castro, en 1974. Ella es, claro está, la protagonista de un cuadro que existe en realidad y que siempre estuvo en el despacho del escritor. Su autor fue Eduardo García Benito (Valladolid, 1891-1971), un extraordinario dibujante y diseñador, que en el París de las décadas de 1920 y 1930 realizó numerosas portadas de Vogue y Vanity Fair, y retrató a personalidades como la actriz Gloria Swanson.
Quien pronuncia estas palabras en la narración es un pintor ficticio, transparente evocación del propio Delibes (en temprano ejercicio de la hoy tan difundida autoficción). Pero así y todo, en este pasaje y en muchos otros se trasluce la admiración del escritor por el arte de los pinceles. Y es que quien fuera uno de los más altos prosistas del castellano en el siglo XX, mantuvo siempre una estrecha relación con las artes visuales.
De hecho, cuando el joven Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) se presentó en 1941 en las oficinas de El Norte de Castilla, periódico del que años después acabaría siendo director, lo que logró fue un contrato como caricaturista y dibujante. Los protagonistas de la vida social, el deporte, el cine y el teatro de los años 40 y 50 fueron recreados por el escritor con soltura e ironía. Tenía mano para ello, ya que además de haber cursado las carreras de Comercio y Derecho, su padre le había matriculado en la Escuela de Artes y Oficios, donde aprendió a modelar. La afición al dibujo la mantuvo a lo largo de toda su vida. En la exposición que abre próximamente en la Biblioteca Nacional, además de las mencionadas caricaturas encontramos otras muestras. Las más divertidas son las cartas “dibujadas”, que escribía a sus nietos, de manera que pudieran leerlas antes de saber leer.
Trueque de obras
En el libro antes mencionado se muestra un conocimiento de primera mano del mundo artístico de la época. Los nombres son inventados, pero no el ambiente e incluso hay frases o intervenciones que podríamos identificar sin equivocarnos. Delibes mantuvo una estrecha amistad con pintores como el zamorano Castilviejo (1925-2004) o el burgalés Vela Zanetti (1913-1999). De ambos tenía obras, que, como cuenta su hija Elisa, había logrado en trueque a cambio de sus libros dedicados. El arte era, también lo recuerda Elisa, una afición que le llevaba a recorrer sin falta los museos de cualquier ciudad a la que llegaba. Y hubo otros artistas de los que le hubiera gustado mucho tener obras, “si hubiera sido millonario”, como Benjamín Palencia o Zabaleta. Un caso especial es el retrato que le pintó Álvaro Delgado. Según el testimonio de Elisa Delibes, el pintor confiaba en que el escritor lo compraría, pero como a este le pareció un exceso gastar una cantidad no pequeña en su propio homenaje, logró que Delgado le regalara un boceto. Mientras que este papel siempre lo mantuvo a su lado, el cuadro acabó siendo donado a las Cortes de Castilla y León, donde ahora preside la sala dedicada a Delibes.
Antonio López le pidió visitarle para tomar medidas de su cabeza para realizar un trío de esculturas Delibes-Tàpies-Ferlosio que nunca se llevó a cabo
En un texto que se publicó póstumamente, con motivo de la exposición de Antonio López en el Museo Thyssen en 2011, podemos conocer, con el desenfado que caracteriza su escritura, el interés que sentía por la pintura del manchego: “Deslumbrado por la magia del pincel de Antonio López, fui de los primeros en acercarme a su obra. ¿Para qué? ¿Y quién lo sabe? Yo buscaba algo, una muestra, una aproximación a su genio. Después aspiré a un recuerdo. En mi expectativa ávida, llegué a proponerle: ‘Lo que tú quieras, Antonio. Una interrogación, mis iniciales firmadas por ti. Algo’”. Así que podemos comprender su emoción cuando años después, el artista le pidió visitarle para tomar medidas de su cabeza, con el propósito de realizar un trío de esculturas: “Delibes - Tàpies - Ferlosio. Un canto a la amistad”. Un proyecto ciertamente deslumbrante, pero que finalmente nunca se llevó a cabo.
El aspecto más público y mejor conocido de la relación de Delibes con las artes visuales es sin duda la serie de libros que publicó en colaboración con grandes fotógrafos. El primero fue La caza de la perdiz roja (1962), con fotografías de Oriol Maspons, en la extraordinaria colección de Lumen titulada Palabra e Imagen. Aunque según se lee en su correspondencia con Esther Tusquets, la editora, Delibes temía que el libro no fuera entendido por los cazadores, la realidad es que fue un éxito comercial. Eso impulsó que dos años después Ediciones Destino, su editorial habitual, le propusiera colaborar con el fotógrafo Francisco Ontañón, para ilustrar profusamente El libro de la caza menor, que dio lugar a una preciosa edición. Ese mismo año y otra vez con Lumen apareció el que es quizás el libro más conocido de los tres, Viejas historias de Castilla la Vieja, acompañado de fotografías de Ramón Masats. Por cierto, este texto surgió originalmente al revés que todos estos proyectos, como un encargo a Delibes para que ilustrara una colección de grabados de Jaume Pla, que se publicó con el título de Castilla en una tirada para bibliófilos de sólo 150 ejemplares (y aún ha tenido una tercera reencarnación en 2017, con fotografías de José Manuel Navia). Podemos recordar también Castilla, lo castellano y los castellanos (1979), con fotografías de Alberto Viñals y una nueva edición de La caza de la perdiz roja (1988), con imágenes de Francesc Català-Roca.
Sirva este recorrido para esbozar el universo visual de quien nunca necesitó las imágenes para que sus lectores las representáramos en la imaginación. La verdad es que nunca tuvo por qué tener “celos de un cuadro”.