Fue a comienzos del siglo XX cuando las posibilidades que ofrecía el paisaje del Pirineo leridano para generar energía eléctrica tomaron forma. Era urgente encontrar nuevos recursos para impulsar la industria y favorecer el desarrollo de esta zona. Así, en 1911, se fundó la compañía Energía Eléctrica de Cataluña y se inició la construcción de la que sería la Central de Vall de Fosca. Con el objetivo de ser la primera empresa que suministrara electricidad a Cataluña, parte de los edificios se hicieron con materiales prefabricados. De este modo, a partir de módulos de cartón estandarizados, fácilmente transportables, y un entramado de soportes de madera, se terminó de levantar, quizá en 1913, el pabellón que serviría como hospital para los trabajadores de la central. Este tipo de arquitectura buscaba la eficiencia y sirvió como laboratorio del movimiento moderno. Se pensó como una estructura efímera, sin embargo, este hospital de cartón, como se titula la exposición de Carlos Bunga (Oporto, 1976) y Primoz Bizjak (Eslovenia, 1976) en la galería Elba Benítez, sobrevive hoy, aunque está herido.
Era lógico que a ambos artistas, por su propia práctica, les interesara trabajar sobre este edificio cuando hace ya más de un año, antes de que los hospitales de campaña volvieran a la actualidad y ocuparan las portadas de los periódicos, lo descubrieron.
Bunga y Bizjak resaltan las úlceras y cicatrices de esta estructura efímera que, un siglo después, sigue en pie
En el vídeo que abre la muestra, Bunga se detiene en la piel de esta construcción. Los paneles de cartón se recorren con detalle mientras se escucha cómo respiran, a veces con suavidad, otras con más intensidad. El hospital todavía está vivo y parece contener la memoria de los cuerpos que albergó. Se convierte también en pintura, como en las instalaciones precarias de Bunga que funcionan a la vez como arquitectura, una arquitectura que debate con el espacio que ocupa. Esta piel es un maquillaje, en su condición de superficie que esconde y protege, que ya está ajado y agrietado, aunque conserva los colores brillantes de hace un siglo. Y esos colores desaparecen en la saturación negra del carbón sobre el papel en la serie de dibujos que lo acompañan. Están hechos frotando el grafito sobre algunos de esos muros perecederos, subrayando el interés de Bunga por las úlceras y cicatrices de ese edificio superviviente. Estos dibujos se convierten –casi– en documentos de las huellas que ha dejado el tiempo sobre el edificio, igual que los libros y los folletos que guardan las vitrinas en la sala principal de la galería desvelan la importancia que el hospital de cartón tiene como testigo de la historia.
La ruina es la protagonista de la serie fotográfica de Bizjak. Recuerda a aquellas sublimes del romanticismo, como subraya el punto de vista nada inocente de las dos imágenes que, solitarias en una de las paredes de la sala, quieren situarlo en el paisaje que habita. El anacronismo de esta ruina, que no debería ni existir, parece hablar de un tiempo puro, como lo califica el antropólogo Marc Augé, un tiempo que se hace infinito en su transcurrir, que pasa pero que no está sujeto a la historia, ese otro relato que se puede construir en las mesas con documentación y que siempre se escribe desde el ahora. Cuando las heridas de este hospital se curen, cuando el edificio se restaure, pronto, se convertirá en un artificio detenido en el presente. Entonces, solo quedarán estas imágenes como testigos de un tiempo que ya se perdió.