Lee Friedlander. Fundación Mapfre
Paseo de Recoletos, 23, Madrid. Comisario: Carlos Gollonet. Hasta el 10 de enero
A pesar de que la exposición que la Fundación Mapfre dedica a uno de los autores nucleares en su colección de fotografía se abre con un vibrante conjunto de retratos, en color –algo excepcional en su producción–, de estrellas del jazz en los años cincuenta y sesenta, lo mejor y lo más abundante en Lee Friedlander (Aberdeen, Estados Unidos, 1934) no son los rostros o las figuras sino lo que él llamó el “paisaje social”, los elocuentes escenarios que localiza y refleja con un lenguaje inusual.
Quizá hoy nos resulte difícil entender cuán innovadoras eran las subversiones de los códigos fotográficos que Friedlander y otros jóvenes estadounidenses con ambiciones artísticas comenzaron a introducir en pleno crecimiento económico e intensa transformación de mentalidades y hábitos, cuando apenas había opciones para dar a conocer trabajos que no se ajustaran a los cánones comerciales o periodísticos. Él, de hecho, tuvo que vivir de las revistas ilustradas durante un par de décadas antes de poder prescindir de los encargos alimenticios, incluso después de que John Szarkowski le incluyera en 1967, junto a Garry Winogrand y Diane Arbus, en su influyente exposición New Documents, en el MoMA, que planteaba una nueva forma de registrar la realidad social del país con un propósito analítico, arriesgado y desprejuiciado, alejado de las motivaciones reformistas que guiaron en ese género a los fotógrafos durante las décadas anteriores.
Y ¿qué quería mostrar Lee Friedlander? Cabe interpretar que lo que espiaba era la metamorfosis inducida en nuestro entorno por los “dispositivos” que habían entrado a formar parte de la vida cotidiana del estadounidense, llegando a afectar somáticamente a sus forzosos usuarios: la televisión, el automóvil y la organización urbanística o la señalética asociada a él, o herramientas del marketing como el cartel publicitario y el escaparate.
Aunque el individuo apenas le interesa –salvo en los retratos familiares y los pocos de otras personas cercanas– sí nos hace ser muy conscientes de la interacción entre este nuevo escenario y los cuerpos, pues incluso cuando están ausentes aparecen de alguna manera representados y a menudo de algún modo transmutados. Así ocurre en la primera de sus series más personales, la cautivadora The Little Screens, publicada en la revista Harper’s Bazaar en 1963, con introducción de Walker Evans: en habitaciones casi desnudas y más bien oscuras, un pequeño televisor encendido transporta a ese interior, y a esa imagen, un cuerpo desmaterializado que inserta una narrativa incoherente y sin embargo familiar. O en la irónica The American Monument, de 1976, que inventaría –una estrategia artística que anida en el nuevo documentalismo fotográfico– monumentos míticos o insignificantes en varios estados contraponiendo la solemnidad estatuaria a la banalidad del contexto, y siempre frustrando el encuadre previsible, enfático, pues los vemos a lo lejos, con un fondo abigarrado ante el que pierden presencia, en un reflejo, detrás de elementos que desvían la atención…
Lo mejor en Friedlander es el “paisaje social”, los elocuentes escenarios que localiza y refleja con un lenguaje inusual
Este es uno de los rasgos que más se ha apreciado en Friedlander: la renuncia muy intencionada a algunas de las reglas básicas del buen fotógrafo para explorar nuevas perspectivas. Suele bloquear la visión completa y clara del motivo principal, a veces difícil de identificar, enfilar en profundidad elementos, partir la imagen con líneas verticales… O, en uno de sus recursos más distintivos, que destaca sobre todo en sus excéntricos autorretratos, dejar que la sombra del fotógrafo se introduzca en la escena. Con tono entre humorístico y desasosegante, esta sombra parece capaz de tocar, de poseer aquello sobre lo que se proyecta, ya sea un cuerpo humano, ya algo desanimado.
A estas tácticas de construcción de las imágenes se suman su predilección por la combinación (y confusión) de transparencia y reflejo en los escaparates o ventanales, de campos de visión en parabrisas y retrovisores, de códigos de representación en vallas publicitarias, fotografías promocionales o las mencionadas pantallas de televisión, que se incrustan en la imagen principal a modo del clásico “cuadro dentro del cuadro”. Todo ello está ya en las primeras décadas de actividad de Friedlander, que son las más brillantes.
Su trabajo nunca ha perdido la calidad pero en mi opinión fue perdiendo capacidad de sorprender. Su carrera es larga (86 años hoy) y prolífica, y la exposición muy amplia, aunque no tanto como la que le consagró Caixaforum Barcelona en 2007, lo que plantea un dilema que podríamos extender a otras muchas trayectorias artísticas: ¿cómo las ponemos mejor en valor? ¿Ignoramos las etapas en que hacen aparición las reiteraciones o los decaimientos? Aquí no vemos los trabajos iniciales, comerciales, pero pesan demasiado los conjuntos que realiza a partir de los años ochenta –retratos, paisajes–, en los que la mirada se “estabiliza” y se hace más convencional salvo cuando retoma sus propios estilemas en recorridos urbanos o por carretera (America by Car), de manera que se rebaja el protagonismo de sus obras más retadoras y, a pesar del tiempo transcurrido, actuales.