Paloma Navares. El vuelo. 1978-2018. MUSAC. Av. de los Reyes Leoneses, 24. León. Hasta el 28 de febrero
Llamamos arte a cosas muy distintas. A un mosaico románico y a una performance. Al juego de geometrías de un escultor minimalista y a la plasmación de la verdad interior de un pintor expresionista. Cada tipo de arte nos interpela de forma radicalmente distinta: Contemplar algunos nos produce una sonrisa de irónica complicidad y enfrentarse a otros nos perturba sin que sepamos bien por qué. Hace tiempo que una exposición no me conmovía tanto como esta. Otros espectadores o espectadoras preferirán el arte que explora un lenguaje o las posibilidades de una tecnología. Yo prefiero el arte ante el que la realidad palidece. En el caso de Paloma Navares (Burgos, 1947), se dan, sí, claro, estas prácticas artísticas que mencionaba, pero no acaban en sí mismas, sino que están al servicio de arriesgados fines: indagar en la representación de la imagen de la mujer, en las formas de honrar a los muertos, en el clímax que alcanza la belleza cuando se refleja en ella su final.
Con el título de El vuelo, se han reunido más de treinta obras de la artista, desde la década de 1980 hasta 2018. Cuarenta años de trabajo de una sorprendente coherencia temática y formal. Quizás sólo las dos video instalaciones más antiguas, de 1985 y 1986, se escapan de la ilusión de que todo podría haberse producido al mismo tiempo y ayer. Navares fue una de las primeras artistas feministas de nuestro país. Partiendo de una lectura literal de los planteamientos de la crítica de arte feminista de los sesenta, coleccionó imágenes de la mujer plasmadas por los grandes maestros y las insertó en retablos de engañosa severidad (se acompañaban de flores de plásticos y luces fluorescentes). Un ejemplo magnífico es Tulipanes blancos para el suicidio de Lucrecia (1991), donde encontramos la Lucrecia de Cranach (que se suicidó por no soportar el deshonor de una violación) homenajeada como víctima de una moral tiránica. A mediados de esa década, la artista empezó a utilizar cilindros de plástico transparente, en los que introducía fragmentos de cuerpos femeninos, generalmente desnudos e iluminados desde dentro. Y parecía como si esa carne blanca y rosada se hubiera envasado para conservarse en el formol del deseo. La cuidadosa selección, que combina Evas con Venus y Musas, sirve para configurar una tipología de anatomías inequívocamente sexualizada. La obra más monumental de este tipo, ciertamente poderosa, es Almacén de silencios (1994). Ante esas baldas repletas de grandes frascos de ¿esencia de mujer?, por más que los cuerpos procedan de cuadros ilustres, se tiene la sensación de estar ante recortes de una revista pornográfica. De Evas silenciadas y retenidas (1991-98) es un conjunto de pequeños objetos que de nuevo utilizan detalles de cuadros para coser labios o forzar ojos, como haciendo explícita la violencia a la que esos cuerpos fueron sometidos.
Hace tiempo que una exposición no me conmovía tanto como esta. Es un trabajo coherente ante el que la realidad palidece
Especialmente divertida es la instalación Híbridos, artificios y seducción (1993-2000). Consiste en una especie de expositor, con más de medio centenar de irónicos productos de belleza (“Productos Navares”), que tiene también algo exvotos (y es que quizá esos ojos pintados y esas manos manicuradas testimonian el milagro de la cosmética). Como vemos, el recurso de la apropiación es fundamental en su lenguaje, como lo son las instalaciones. En varias de ellas utiliza el vídeo, un medio en el que también fue pionera en nuestro país. Encontramos aquí varias obras de este tipo, dos de ellas especialmente evocadoras. A Begoña (2003), una proyección a bastante altura, en la que vemos cómo una mujer recorre angustiosamente una cornisa. Y Canto rodado. A Virginia Woolf (2004), en la que sobre un guijarro de dimensiones modestas, vemos proyectada una mujer flotando en el agua. La tragedia que emana de estas obras se intensifica en otras en la misma sala. Jardín de la melancolía (2008-2009) es un homenaje a varios y varias poetas suicidas. Ojos que miran el universo (2015) es la mejor aportación que he visto al monumento funerario en el último medio siglo. Como describir cualquiera de las dos obras sería frustrante o equívoco, baste mencionar la combinación entre la oscuridad de los muertos y la luminosidad de las flores. Flores fugaces desde luego y palabras casi inmortales, por contraposición. La inmovilidad del sudario y el saludo infinito de las ramas movidas por el viento.Todo esto podría deslizarse hacia el sentimentalismo o el kitsch si no fuera porque a la salida de esta sala nos encontramos el vídeo Cantos de amor y muerte (2015) que es como un mazazo de realidad sin sublimar.
Los temas que trata Paloma Navares son hoy en día cuestiones delicadas y candentes (pienso en la pandemia y en el tsunami del Me too, y en nuestro patio cultural particular, en la exposición Invitadas). Pero su voz, cargada de belleza y de melancolía, suena nítida, compasiva y profundamente convincente.