Tiene gancho y es una lección en toda regla de fotografía (y vídeo) centrada en el retrato desde la década de los setenta. Los comisarios de esta exposición, Florian Ebner y Marcella Lista, demuestran que puede hacerse con garbo, mezclando imágenes de ya clásicos con piezas inesperadas de sus artistas locales (franceses), sin olvidar algún guiño al público español. De hecho, la exposición tiene como preludio la serie de Esther Ferrer Autorretrato en el tiempo (1981-2009), que anticipa, con sus fragmentos simétricos ensamblados, la diversidad en la subversión frente al vetusto género del retrato en fotografía. Una tradición recordada en este preámbulo con viejos retratos de estudio y postales eróticas. Su revisión se explora a través de siete secciones y cerca de una treintena de artistas, con cuidado reparto igualitario.
En esta lección didáctica destaca la hibridación de la fotografía con performance, reflexiones pictóricas y teatrales, documentalismo, antropología y poscolonialismo, aluvión que ha deconstruido la fotografía como campo de reflexión sobre la identidad bajo el influjo de pensadores posestructuralistas, de Roland Barthes y Lyotard a Laura Mulvey. Todos ellos serían el contrapunto de esta época de hipervisibilidad, régimen publicitario, tiranía de la moda y, por supuesto, selfies, epítomes del Photomaton, que ya se anunciaba en 1928 como método democrático para el autoanálisis del narcisismo: “Fotomatón: mira, admira, admírate. Los aficionados coleccionan centenares de experiencias. Es un sistema de psicoanálisis mediante la imagen”. El narcisismo, una enfermedad social ya criticada por Baudelaire, cuando apareció la fotografía: “la sociedad es inmunda, narciso y fanática, al haberse precipitado en masa hacia la contemplación de su trivial imagen”.
Tiene gancho y es una lección en toda regla de fotografía (y vídeo) centrada en el retrato desde los años 70
Lo banal y lo extraordinario son los polos que se alternan, tensionan y confluyen para explicar el permanente cuestionamiento de esta vieja enfermedad, humanista y moderna, del sujeto y de los otros, a través del retrato y del autorretrato. Esta variedad de rostros y actitudes hiper e hipo expresivos nos llevan a considerar la férrea clausura del sujeto en una sola representación en el pasado y su conexión, todavía cercana, a la máscara, en medio del estremecimiento de un recorrido que ahora vemos inevitablemente enmascarados, casi anónimos.
“Walk on the Wild Side” rotula la resultona primera sección que apuntala las insurrecciones de género y raza como señas de identidad contemporáneas. Los travestismos blasfemos de Jurgen Klauke, presentados en la exposición Transformer. Aspekte der Travestie, en 1974, dan paso a otras performances fundacionales grabadas en vídeo: The King, donde Eleanor Antin se probaba bigotes y barbas; y Black and White, con Anthony Ramos y su compañera intercambiándose con pintura su color de piel. Parodias provocadoras que contrastan con la desaparición del retrato psicológico a cargo de Thomas Ruff y la coreana Theresa Hak Kyung Cha, con sus representaciones en fotografía analógica y registro en 16mm de rostros indiferentes, que llegan casi hasta la abstracción en los signos táctiles en Braille del francés Patrick Tosani.
En las décadas de los años 80 y 90, la fotografía vuelve a replantearse una vez más su relación con la pintura. En este género del retrato se abre un amplio abanico, que va de darle una vuelta a la combinación de formatos e iconografías con las “vidrieras” anticatólicas y antithatcherianas de Gilbert & George, ilustraciones literarias de Cindy Sherman, doble exposición y sobreimpresiones de Suzanne Lafont o la crítica a la autoridad de la pintura heredada por la fotografía de Clegg & Guttmann. Sin duda, en esta sección se ha pretendido contar demasiadas cosas. Pero sale a flote con dos piezas excepcionales: el esmeradísimo retrato de un viandante de Patrick Faigenbaum, con una composición y revelado minuciosos, y el registro en vídeo en 2006 de la performance Las cosas (1985) de la fluxus Esther Ferrer, que lleva hasta el paroxismo el imaginario arraigado en El Bosco y Goya.
Una de las salas más logradas es la conexión entre la fotografía y lo siniestro porque, como decían Barthes y Sontag, toda fotografía es un documento de muerte. Se acude al modelo inerte y a la figura del maniquí, llegando a la staged photography y a las imágenes creadas por ordenador: Zoe Leonard, Samuel Fosso, Bernard Faucon, Valérie Belin. Todo ello contrasta con el divertido vídeo de Lucy Gunning, en el que mujeres adultas recrean sus juegos infantiles montando un caballo imaginario.
Tampoco podía faltar aquí el retrato intimista, confesional y reivindicativo por su persistencia en estas cuatro décadas: de los amigos de Nan Goldin en los setenta, a su largo y plural influjo en Tillmans, Rineke Dijkstra, LaToya Ruby Frazier y la ya consagrada Zanele Muholi. El envés de este “dar la cara” sería la teatralización a cargo de Nauman o, por el contrario, la empatía mimética de Markus Hansen.
Y este cuento, colorín colorado, se cierra volviendo al principio, con la edición de Akram Zaatari sobre el archivo del fotógrafo Hashem El Madani (1928-2017), que inopinadamente convirtió su estudio Sherezade en Sidón durante los años 50 y 70 en un lugar donde expresar identidades, sueños y deseos en libertad.