En 1633 Vicente Carducho, un pintor florentino afincado en Madrid, escribía en sus Diálogos de la Pintura que había oído decir a un "celoso de nuestra profesión", que la venida de Caravaggio al mundo "sería presagio de ruina, y fin de la pintura", y que sería un verdadero "Anticristo" de este arte. Por su parte, el clasicista Poussin, aunque opinaba que "poseía por entero el arte de la pintura", no por ello el lombardo había dejado de venir al mundo nada menos que "para destruirla", mientras que Baglione, un influyente crítico italiano de inicios del siglo XVII, opinaba que había "arruinado la pintura", ya que los jóvenes siguieron su ejemplo "sin estudiar los fundamentos del dibujo, ni la profundidad del arte".
Otros contemporáneos se fijaron más bien en el carácter trashumante de su actividad (Milán, Roma, Nàpoles, Sicilia, Malta) afirmando que "después de varios años de trabajo, Caravaggio pasó de una ciudad a otra sirviendo a varios señores importantes". Se trata, afirma este biógrafo, de una persona trabajadora, pero a la vez orgullosa, terca y siempre dispuesta a participar en una discusión o a enfrascarse en una pelea, lo que le hacía de difícil trato.
Este difícil carácter no le impidió a Caravaggio hacerse con una importante clientela. Ya en Roma desde 1592 pintó importantes obras para el Cardenal Francesco Maria del Monte y su círculo, aficionados a la pintura, la música y el arte en general. Fue entonces cuando pintó dos obras que causaron sensación en Roma: el Martirio de San Pedro y la Conversión de San Pablo, ambas para la capilla Cerasi de la iglesia romana de Santa Maria del Popolo (donde todavía hoy se conservan). Ambas fueron consideradas ya en su tiempo como un auténtico manifiesto de lo que vino en llamarse “realismo” o “naturalismo” y en las mismas polemizaba abiertamente con Miguel Ángel quien, unos cuarenta años antes, había pintado estos mismos temas para la Capilla Paolina del Vaticano. Nada puede ser más diferente que ambas concepciones de la pintura: el abstracto idealismo y la concepción intelectual de la pintura en Miguel Ángel y el dramático realismo, la utilización directa de la luz y la concepción de las figuras en Caravaggio todo ello con el fin de acercar la escena al espectador. No es de extrañar, por tanto, que, Vicente Carducho, con el que comenzábamos, que adoraba a Miguel Ángel, calificara a nuestro artista no sólo de Anticristo, sino también de Antimiguelángel.
En 1599, debido muy probablemente al apoyo de Del Monte realizó otro de los conjuntos capitales de esta etapa romana como fueron las telas para la capilla Contarelli de San Luis de los Franceses en Roma (in situ) con las prodigiosas escenas de La llamada de San Mateo y el Martirio del santo a izquierda y derecha y la imagen de San Mateo en el centro. En estas pinturas, como en las de Santa Maria del Popolo, asienta, de manera definitiva, su manera realista, directa y ausente de idealizaciones con la que revolucionará primero la pintura italiana y, en poco tiempo, la europea.
Ni España, a través de Ribera y tantos otros, ni Francia, con pintores como Valentin de Boulogne, la primera etapa de Simon Vouet o, sobre todo, Georges Latour, ni Flandes, a través los caravaggistas de Amberes o los de Utrecht ni, por supuesto Italia, con artistas como Artemisia Gentileschi y tantos otros, se vio libre de su influencia.
Los modos caravaggiescos se continuaron practicando durante todo el siglo y constituyen una de las maneras, junto al clasicismo que propagaron los Carracci y la escuela de Bolonia y el barroquismo de Rubens, con las que hoy definimos la pintura del XVII. Un caso muy interesante de esta interacción de personajes y de ambientes es el sucedido con una obra como La muerte de la Virgen, una de sus pinturas más ambiciosas: el cuadro, encargado por el jurista papal Lonrezo Cherubini en 1606, fue rechazada por los carmelitas de Santa Maria della Escala poniendo como pretexto que Caravaggio se sirvió de una prostituta como modelo para la Virgen que, además, enseñaba indecorosamente las piernas. Rubens, que entonces se encontraba en sus juveniles años romanos, aconsejó su compra al duque de Mantua, de manera que pasó a propiedad de los Gonzaga hasta el paso de su “celeste gallería” a la del rey inglés Carlos I, gran coleccionista de su tiempo, y de allí a las colecciones reales francesas de Luis XIV, ya en 1650. Hoy es joya del Louvre.
En 1606 Caravaggio pasó a Nápoles. Un viaje decisivo no solo para Ribera, aunque entonces el valenciano todavía no se había asentado en esta ciudad, sino para los coleccionistas españoles de pintura, virreyes en esta ciudad. El Conde de Monterrey le encargó el Martirio de San Andrés, hoy en el Museo de Cleveland y el de Castrillo su Salomé con la cabeza del Bautista, hoy en el Palacio Real de Madrid y un Ecce Homo, que posiblemente sea el que estos días ha vuelto a la luz en Madrid. Otro de los Caravaggios en nuestro país es David vencedor de Goliat (h.1600) del Prado, de presencia en la colección real al menos desde inicios del siglo XVIII. Los otros dos Caravaggios españoles son la Santa Catalina del Museo Thyssen, una magnífica obra de hacia 1597, encargada casi seguramente por Del Monte, y el San Jerónimo del museo de la abadía de Monserrat, pintado en 1605 para Vincenzo Giustiniani y adquirido, como Ribera, en 1915.
La confirmación de la autoría de Caravaggio para el Ecce Homo recientemente descubierto añadiría un quinto “Caravaggio” a las colecciones españolas, un pintor, en realidad, de obra relativamente escasa (unas ochenta pinturas seguras), escasamente representado en nuestro país.