María Gómez. El viento. Retirarse es lo primero

Galería Marta Cervera. Valencia, 28. Madrid. De 1.200 a 18.000 euros. Hasta el 5 de junio

Nos espera un renacimiento. Los artistas han estado recluidos trabajando, sin las distracciones habituales de proyectos cruzados y su obligada presencia en las antes incesantes citas en el medio artístico. Esta exposición de María Gómez (Salamanca, 1953) en la galería Marta Cervera es una de las primeras resultado del confinamiento, con una producción que quedará entre los mejores documentos de cómo nos cambió la pandemia.

Me refiero al tipo de documento como materia prima con que trabajan arqueólogos e historiadores antes de la llegada de los medios de reproducción técnica y que a menudo encontramos en museos como prueba testimonial de experiencias pretéritas, talismanes del enigma que siguen reclamando interpretación. Es chocante encontrar un documento así producido en nuestra propia época y para el que ahora mismo tenemos todas las claves frescas de lo vivido. Entre estas imágenes hay talismanes, y nunca la pintura simbólica y enigmática de María Gómez había sido tan transparente.

Es una auténtica fortuna que María Gómez siguiera haciendo su trabajo, fiel a su paleta, tempo e iconografía

Porque lo que hemos vivido y nos ha cambiado no puede expresarse con fotografías de aplausos en los balcones, pronto olvidados. En esta exposición, me parecen tanto más significativos los retratos improvisados de amigos sobre hojas de viejas guías telefónicas, con todo lo que les echábamos de menos y lo que necesitábamos compartir bromas y zozobras. Y sobre todo, las pinturas, algunas en gran formato, que muestran lo que ocurría en nuestra vida interior. Testimonios de la iluminación, en la vuelta a horas y días de lectura continua; y de la esperanza y la alegría en las visitas entre amigas y vecinas. Es un hallazgo que María Gómez haya retomado la vieja iconografía religiosa de la Visitación (de María a Marta), que es una de las pocas en nuestra historia del arte que muestra la sororidad. Aunque no es de extrañar en una pintora con un amplio bagaje mediterráneo, de Piero de la Francesca a Balthus. Su narrativa hierática tiene todo el sentido aquí, para expresar el tiempo detenido de la pandemia. También la presencia de guías espirituales que, a través de su conocimiento del pensamiento sufí, Gómez ha venido acumulando desde hace décadas.

Su lenguaje ya estaba forjado a comienzos de los años 80, cuando tras su primera individual en la madrileña galería Montenegro, que reunió a las entonces jóvenes promesas, comenzó a hablarse de su pintura inscrita en la transvanguardia, por ejemplo en la mítica revista Figura. Entre su generación (Barceló, Sicilia, Pérez Villalta…) ya era una rara, lo que no evitó que estuviera en las grandes exposiciones de este grupo en la época del “entusiasmo”, cuando la renovación del arte de la joven España democrática se impuso como moda en el escenario internacional. Y aunque después, a pesar de que esa noción generacional se fuera diluyendo y “superando”, eso no impidió que sus obras entraran a formar parte de las colecciones de los museos que se inauguraron entre la última década del siglo XX y la primera del XXI en nuestro país.

Pero su trabajo llegó a ser desatendido. Ahora nos damos cuenta de que vivíamos demasiado deprisa y demasiado pendientes de novedades. Es una auténtica fortuna –y esto solo puede darse en el ámbito de la creación– que, a pesar de los pesares, María Gómez siguiera haciendo su trabajo, fiel a su paleta, a su tempo y a sus iconografías. Nos estaba esperando. Y hoy nos vemos fielmente representados en su espejo.

@RocodelaVilla