No sé si podré resistir la tentación de escribir esta reseña sobre Javier Utray (Madrid, 1945-2008), en lugar de sobre la exposición de su obra. El suyo es uno de esos casos en los que ésta es menos interesante que la vida. Y no porque ésta fuera extravagante o porque se hubiera forjado un personaje. Sino porque su talento multimedia y su hipnótica personalidad tuvieron la virtud de conectar proyectos, asuntos y personas, hasta resultar una pieza imprescindible de la cultura madrileña a lo largo de al menos dos décadas. Para articular, por ejemplo, la nueva figuración madrileña con el arte conceptual, la voraz modernidad de la movida con un clasicismo con retranca, o para desempeñar en varias iniciativas editoriales un papel catártico, más allá del puramente profesional.
Este “polimathós” (le hubiera encantado que dijéramos en griego que era un hombre de muchos saberes) ejerció la arquitectura, el diseño gráfico, la pintura, la música de vanguardia, la performance y, sobre todo, una especie de dandismo arévaco. En todos esos ámbitos otorgó protagonismo a las ideas sobre las formas, de modo que fue, por así decir, un conceptual a tiempo completo. Esa actitud combinaba muy bien con su legendaria pereza manual, su vocación didáctica y la actividad frenética de su cabeza.
Dicen sus amigos que para Javier Utray el estudio, la redacción y la galería eran como un cuarto de jugar
Dicho todo esto, se comprenderá que organizar una exposición sobre Javier Utray era tan necesario como imposible. Afortunadamente, además de lo tangible, se expone también lo que no lo es: algunas entrevistas en televisión, una escultura exquisita (Panteón pentamarceliano, 1977) que el propio artista destruyó el día de su inauguración (reconstruida para la muestra) y las miradas que se entrecruzan en las fotografías un grupo de amigos que ya se han convertido en historia.
La muestra se divide en cuatro ámbitos. El primero dedicado a su arquitectura, de finales de los setenta, cuando puso en pie edificios como Star Alfa, en La Manga, o Plaza Europa, en Benidorm. En 1976 visitó en el Pompidou la primera exposición dedicada a Duchamp en Europa. El flechazo fue instantáneo y duradero. En los años siguientes compartió exposiciones con los artistas conceptuales de la época: Nacho Criado, Isidoro Valcárcel Medina o Juan Hidalgo.
En el segundo apartado se muestran cuadros de Utray y de sus compañeros de generación: Carlos Alcolea, Carlos Franco y Chema Cobo. Comprobamos que el grupo jugaba a abordar ciertos temas (el agua, la figura humana) buscando cada uno sus propias soluciones. En el tercer apartado están sus colaboraciones en revistas como La Luna de Madrid, El Paseante o El Europeo, donde fungió como diseñador o articulista. También veremos sus propios libros de poesía y sus sugerentes cuadernos de trabajo. El último apartado está dedicado a su obra plástica.
En la década de los noventa y hasta su muerte, Utray utilizó la informática y la impresión serigráfica o digital, para crear obras que resultaban de complejas investigaciones estéticas y disparatados artilugios mecánicos. Realizó juegos ópticos que renunció a describir, juegos de palabras que es inútil explicar e imágenes conjugadas: en la serie Corpus cuadrato (1991) está La Piedad del manierista Daniele Crespi, del Prado, descoyuntada, pero no destruida. Y es que para Utray el estudio, la redacción y la galería eran –dicen sus amigos– como un cuarto de jugar. Vayan desde aquí mis respetos a quien abordó lo superficial con total seriedad y lo más serio como si fuera un juego.