El gran corpus pictórico medieval no lo encontraremos en las tablas que conservan museos o catedrales, ni en la por lo general maltrecha pintura mural eclesiástica. Reside en los libros. Los manuscritos iluminados, protegidos por sus sólidas encuadernaciones y por los armarios de las bibliotecas, contienen las más destellantes representaciones, realizadas con metales preciosos y ricos pigmentos, mejor conservados que en cualquier otro soporte. Frente a la relativa limitación argumental y compositiva de las imágenes de culto, las figuras, escenas y motivos ornamentales de los libros nos revelan con mucho mayor detalle los sucesivos movimientos espirituales o científicos y nos permiten seguir la evolución artística en cada foco. Además, no solo reflejan multitud de aspectos de la cultura material y de la vida social que de otra manera sería difícil visualizar sino que transparentan los usos de estos productos de gran lujo.
La Biblioteca Nacional posee una de las mejores colecciones de manuscritos ilustrados de nuestro país (unos 800), con la que rivaliza tan solo la del Monasterio de El Escorial. Hace cerca de un siglo se hizo un inventario de la misma pero nunca se había completado su catálogo razonado, que puso en marcha Javier Docampo, director del Departamento de Manuscritos, Incunables y Raros, a quien se dedica esta muestra que la fatal Covid le ha impedido inaugurar.
Los manuscritos iluminados contienen las más destellantes representaciones, hechas con metales preciosos y ricos pigmentos
Se publica ahora, gracias al patrocinio del CEEH, la primera entrega del proyecto, dedicada a los libros franceses y flamencos de entre los siglos XIII a XVI, sin ser estos los mejores o más numerosos en la Biblioteca Nacional, pues los españoles e italianos los superan en ambas magnitudes. Aun así, se han catalogado 156 y se exponen 72, entre los que hallamos muchos de extraordinaria belleza. Pero no voy a centrarme en los contenidos de la muestra, bien explicados en los textos de sala (también online), sino en algunos aspectos relacionados con los manuscritos que quedan al margen del enfoque técnico e historiográfico del comisario y autor de la catalogación, Samuel Gras.
Aunque hoy seguimos admirando estos volúmenes que condensan el ímprobo esfuerzo de los escribas para perpetuar los saberes y las creencias a través de los siglos, poseyeron en su momento un estatus objetual que apenas podemos imaginar: su valor era exorbitante. Hasta alrededor del año 1200 todos se producían en los monasterios y sus usos estaban ligados al culto y al gobierno espiritual de los fieles. La Regla de San Benito (s. VII) obligaba a los monjes a leer dos horas al día y un volumen entero en Cuaresma, lo que suponía un contacto cotidiano con los manuscritos que, además, se copiaban allí mismo. Los textos sagrados eran activados por los monjes, al igual que las ilustraciones, especialmente cuando el libro era utilizado en los ritos.
El estudio de los manuscritos desde el punto de vista de su performatividad es apasionante. En el ámbito eclesiástico, se manifestaba en la lectura en voz alta (o en el canto), las manipulaciones de los volúmenes y la adoración de sus imágenes, que incluía el tocarlas o el besarlas (de lo que quedan rastros). Y cuando a partir del siglo XIII el libro migra de los monasterios a las ciudades –cortes, universidades, ricos burgueses– se mantiene esa conexión muy somática con el manuscrito. La devoción privada encuentra en el libro su vehículo por excelencia y las escenas sacras son en ella particularmente efectivas.
La experiencia era multisensorial: el manuscrito se miraba, se oía, se tocaba, se olía e incluso se degustaba. Solo los escalones más elevados de la sociedad tenían acceso a él y, como la vestimenta y otras posesiones materiales portátiles, era demostración suntuaria. Y era un objeto poderoso: el pergamino y la vitela son materiales orgánicos, vivos, cuyos movimientos parecían traducir la energía de sus textos y sus imágenes, refrenada con esos broches metálicos que, a menudo exagerados, innecesarios, denotaban sus cualidades mágicas.
Los manuscritos devocionales como los Libros de Horas, que nos han brindado, de mano de los mejores artistas, tantas portentosas representaciones de lo cotidiano y lo fantástico, eran por otra parte testamento vital y pasaporte a la vida eterna. Personalizados –por encargo o regalo–, eran algo así como un certificado de fe y oración. La peste negra rebajó la confianza en los sepulcros como repositorio de la memoria individual, que se extendió a determinadas pertenencias como estos libros imbuidos de las almas de sus dueños.
Otros encarnaban valores seglares, doctos o poéticos, lo que favoreció la pervivencia del manuscrito iluminado más allá de la invención de la imprenta. Se habían convertido en símbolo de estatus entre los mercaderes y los burgueses ricos pero, sobre todo, se habían adherido a la identidad aristocrática y monárquica, y en particular en Francia: conectaban directamente con ese pasado caballeresco de torneos y amoríos previo a la Guerra de los Cien Años, que hacían presente y relevante. Y no solo allí: Federico de Montefeltro, el conocido Duque de Urbino retratado por Piero della Francesca, se habría avergonzado de tener un libro impreso en su biblioteca.