Es la exposición más completa de Pedro G. Romero (Aracena, 1964) hasta la fecha, con la que espera –bromea mientras la recorremos– que su hija de 18 años entienda de una vez por todas qué es lo que hace su padre. “Siempre digo que soy artista, antes decía escultor, y como la gente no sabe muy bien lo que hago me ponen la etiqueta de multidisciplinar (o indisciplinado). Yo creo que mi trabajo sigue un hilo que empieza con Giotto, soy muy consciente de la tradición y pienso que el arte se produce en varios tiempos a la vez, no creo que haya una diferencia sustancial entre el siglo XIX o el XVII”.
Máquinas de trovar, el título de esta retrospectiva que toma prestado de Antonio Machado, tiene algo de didáctico, empezando por su propio recorrido, cronológico, que se puede visitar de principio a fin, es decir, de lo más antiguo a lo más actual, o del final al principio. Ahí descubrirán al Pedro G. veinteañero, que hacía su primera exposición individual en la Sala Montcada de la Fundación ”la Caixa” de Barcelona a finales de los ochenta, con un lenguaje próximo a la escultura, muebles de madera apoyados en libros y tablas con inscripciones. Entonces pensaba en Beuys y no había comenzado aún sus conocidos archivos.
“He tenido que construir mi propia tradición, investigando en los agujeros de la historia del arte”
En la muestra hay, además, sorpresas, actuaciones sin horario –pasarán por aquí, y sin avisar, Christina Rosenvinge o El Niño de Elche– archivos (cómo no), recreaciones de exposiciones que han sido clave en su trayectoria y algún paréntesis que él ha llamado rodillas para explicar todo aquello a lo que se ha dedicado más allá de la producción de obras de arte –comisariado de exposiciones como Aplicación Murillo o Tratado de paz, proyectos de teatro, flamenco, textos…–. Y todo ello atravesado por una única columna vertebral: el gusto por lo popular, el medio flamenco, las raíces andaluzas y el trabajo colaborativo.
“El hilo conductor de toda la exposición es esta idea que huye de la distinción entre lo colectivo y lo individual. En el arte te insertas en un sistema de hacer cosas, algo que se ve de una manera muy explícita en obras como esta –dice señalando a la videoinstalación Baile de espadas– pero también cuando uno se encierra solo a dibujar”.
Esta tensión está presente desde sus inicios, en exposiciones como La sección áurea, en Sevilla, donde invitó a un grupo de artistas a que le acompañaran y completaran su obra. El resultado, que vemos ahora en el Reina Sofía, son una serie de fotografías de personas anónimas enmarcadas por una aureola junto a las obras de “colaboradores” de lujo como Pepe Espaliú, que dibujó un mapa de África, negro, con un ojo en el medio. “Hace unos años presenté el proyecto en la galería Àngels Barcelona y un coleccionista venezolano me propuso comprar ese dibujo pagándome el triple si se lo vendía como obra de Espaliú en vez de mía. Tocó la tecla que a mí más me interesaba: el conflicto de la idea tuyo-mío y los conceptos de autoría y valor económico”.
Varios autores
“La idea de que todo se hace entre mucha gente está muy clara en el cine, que es a lo que me dedico más últimamente”, comenta mientras entramos en la caja negra en la que se proyecta su película Nueve Sevillas (2019-2020), hecha junto a Gonzalo García Pelayo, sobre las múltiples capas de la ciudad andaluza y del flamenco. Justo antes muestra Las espadas (2017), 12 vídeos dispuestos en pequeñas pantallas de móviles en las que artistas como Bobote, Miguel Benlloch o el Niño de Elche interpretan el baile vasco en contextos diversos, como en una exposición de Teresa Lanceta. “Lo importante aquí es que todas estas películas se pueden descargar si activas el bluetooth del móvil. Me interesa que circulen”.
Hay también piezas de su participación en la Documenta de Kassel en Atenas en 2017 (“su fracaso –apunta– fue su éxito, intentar olvidarse de que la Documenta tiene que ser un escaparatismo y llevársela a otro sitio”), y un proyecto dedicado a las Canciones de la guerra social contemporánea, un cancionero que hizo el situacionista Guy Debord de la Transición española que parte de canciones –Le métèque de Moustaki, por ejemplo– a las que cambiaba la letra. En la muestra toma la forma de facsímiles que el público puede consultar y habrá actuaciones sin previo aviso. “Me interesa que no pasen a una hora concreta para que no sea un show. Para mí la performance desapareció en el momento en el que se convirtió en un lenguaje teatral aplicado a la escena del arte. Busco que al público le afecten las cosas, de ahí mi interés por el flamenco”.
Hay además una pequeña exposición dentro de esta exposición que comisaría el propio artista. Parte de los Disparates y los Caprichos de Goya y reivindica a un grupo de pintores coetáneos “una generación desconocida y maltratada, muy castiza y flamenca, que es importante para entender la modernidad española”. Cuenta con préstamos del Museo Lázaro Galdiano, el Prado o la Biblioteca Nacional, y también con alguna ausencia, que el artista-comisario ha resuelto invitando a una treintena de creadores (Gloria Martín, Federico Guzmán, Xisco Mensua, etc.) a hacer sus propias versiones.
“He tenido que construir mi propia tradición, investigar en agujeros de la historia del arte como la contracultura, Ocaña, por ejemplo. Visibilizar un trabajo que ha quedado oculto y que para mí es muy importante. Por eso acabé siendo un artista del archivo, aunque ese título lo pusiera a modo de parodia”. En 2006 presenta su famoso Archivo F.X. de imágenes iconoclastas en la Fundación Tàpies de Barcelona, varios pisos de andamios que aquí ha reducido a dos. Esta es una de las patas de la muestra, ir recordando exposiciones anteriores del artista. “Aquí coincido con Marcel Broodthaers cuando decía que cada vez que presentaba sus obras las cambiaba de forma porque no tenía sentido que un mismo trabajo se repitiera mientras estuviera vivo”.
¿Y cómo empieza este archivo de postales, vídeos, documentos en el que lleva trabajando más de 20 años? “Surge del convencimiento de que el sentido de la obra de arte está en manos de las instituciones. Parece que una misma obra cambia de significado según la exposición colectiva en la que se incluya. Para dominar ese cambio de relaciones decidí operar yo también como una institución a través del archivo, para poder así negociar con los otros comisarios. En la Tàpies fue con Nuria Enguita y aquí con Manuel Borja-Villel, con lo que se establece una relación diferente a la tradicional comisario-artista”. Así, entre columnas de metal que apuntalan dos pisos de andamiaje, el espectador puede subir y bajar, y detenerse en todas estas postales de iglesias, conventos y colegios que ardieron en la Semana Trágica de Barcelona. “Todavía recuerdo cuando Tàpies me pidió que se la enseñara. Él veía otras capas y estuvimos 4 horas hablando de San Juan de la Cruz y de la subida al monte de El Calvario. Cuando ya nos despedíamos me dijo que le había gustado mucho y que le tenía que explicar por qué decía que él era un artista reaccionario. Salí como pude del aprieto con la ayuda de su mujer”.
Hiroshima y El Rocío
Para acceder a la sala de los trabajos de los años 90, pasamos bajo una gran lona negra de 8 metros de largo que dice BIACS no, arte todos los días que tiraron desde la Giralda en señal de protesta ante la bienal sevillana que se celebró en 2004, 2006 y 2008. “No estábamos en contra de las bienales, pero sí de que se hicieran a lo loco. A Juana [de Aizpuru] le planteamos pensar en otro modelo, en una forma de hacer distinta de invitar a Harald Szeemann”. Da paso a dos instalaciones que hablan “del territorio simbólico en el que uno vive”, la Puerta del Osario y la Puerta de la Carne (1997), dos barrios de Sevilla representados con restos óseos y orgánicos rojos sobre unas mesas. También aparece la idea de la muerte en su famosa serie El fantasma y el esqueleto (1999), un collage fotográfico en el que encontrarán al propio Pedro G. y a otros colegas bailando pasodobles desnudos con esqueletos.
“La 'performance' desapareció cuando se convirtió en un lenguaje teatral aplicado al arte”
Y en la serie de El Fandango de la Bomba (1993-1995) las imágenes de las explosiones van acompañadas de letreros como los de los pueblos rocieros que anuncian los días que faltan para la romería, solo que aquí la cuenta atrás nos lleva a Hiroshima. Continúa en el proyecto que presentó en la galería Fúcares en Madrid: 10 puertas, 10 figuras con aura y 10 bombas que cada coleccionista podía combinar a su gusto.
Hay muchos Pedro G. Romero en esta exposición que abarca más de 30 años de su producción. Fuera del museo presenta ahora una exposición en Oporto, los Nuevos babilonios, sobre el exilio de gitanos de Portugal hacia América, y acaba de publicar Wittgenstein, los gitanos y los flamencos (Arcadia, 2021). Trabaja además en la nueva presentación de la colección del IVAM, en la que “replantea qué significa exactamente lo popular”. El ritmo no cesa para este artista-comisario al que después de visitar esta muestra entenderán, seguro, mucho mejor.