Tradicionalmente la escultura se ha pensado a partir de categorías tales como la tridimensionalidad, el binomio masa / vacío, los materiales y procedimientos técnicos, su relación con el espacio, etc. Estos principios, entre otros que podríamos mencionar, definían la especificidad y la esencia de la disciplina. Sin embargo, a partir de las vanguardias, cuando se incorporan nuevos soportes y se introducen nuevas prácticas, como las instalaciones o las acciones efímeras, la naturaleza del arte se modifica completamente y parece que aquellas pautas ya no tienen sentido. Al superarse las convenciones y las limitaciones de los lenguajes tradicionales, lo que denominamos escultura se amplía y dilata hasta tal punto que, a la luz de los objetos exhibidos en esta exposición, titulada precisamente El sentido de la escultura, cualquier cosa puede ser escultura.
Un ejemplo: en la muestra se exhibe la viral fotografía de Wolfgang Tillmans The Cock (Kiss) (2002), en la que se observa a dos jóvenes que se besan. Esta imagen ¿tiene alguna relación con la escultura? En la cartela el comisario, David Bestué, argumenta este vínculo identificando el acto de besar con unos valores que indirectamente se asocian con la escultura o cierto tipo de escultura, esto es, el cuerpo y el deseo. Pero, además, se añaden otros aspectos, como el tacto –el beso se realiza habitualmente con los ojos cerrados–, la oquedad –es decir, el espacio creado entre las bocas–, etc. Esta reflexión, por paradójica que parezca, nos resulta verosímil y muy próxima a la sensibilidad de algunos escultores, como Giuseppe Penone que, preocupados por el lenguaje, han reivindicado la dimensión “escultórica” de las cosas y de las otras artes, como es el caso de la pintura –a saber, el volumen de los pigmentos sobre la tela–.
Del diálogo de las obras de artistas con objetos de diversa condición surgen chispeantes asociaciones
Esta es la propuesta de la exposición: una especulación sutil y arriesgada, por momentos frágil y en otros más contundente, que observa el mundo y determinados productos culturales desde una mirada contemporánea pero a partir de unos códigos que han impregnado tradicionalmente la historia de la escultura. De hecho, el mismo comisario ha explicado que su intención era conectar las prácticas artísticas actuales con los “orígenes de la disciplina”, esto es, articular una “genealogía”, un “camino de ida y vuelta”, entre el presente y las épocas remotas. La muestra es, por tanto, una manera de interrogar al arte de hoy y acaso una suerte de metodología para situarse en el laberinto de la contemporaneidad.
Desde esta perspectiva, la exposición arranca, muy significativamente, con el mito fundacional de la disciplina: Pigmalión, el escultor enamorado de su propia creación, una figura de piedra o marfil, según las versiones, de una mujer ideal, bellísima, sin parangón en la tierra, que acaba por transformarse en carne viva. En este mito se expresa simbólicamente el poder sobrenatural, la magia y el fetichismo de la disciplina y la potencia de su tradición. A partir de este inicio la muestra se organiza en siete núcleos, que son siete conceptos fundamentales de la escultura: copia, material, lenguaje, transformación, perdurabilidad, cuerpo y expresión.
Con estos mimbres la exposición aglutina creadores de la talla de Bruce Nauman, Alexander Calder, Carl André, Julio González, Richard Serra, Marisa Merz, Jannis Kounellis, Lucio Fontana, Sarah Lucas, Joseph Beuys, Dieter Roth… Pero además incorpora objetos cotidianos y de diversa condición que dialogan con los creadores contemporáneos y crean chispeantes asociaciones. Así, el capítulo dedicado a la perdurabilidad, titulado en la muestra 'Presente continuo', que es un tema fundamental en la escultura como objeto material conservable que se vincula a la memoria, a los ritos funerarios y a la idea de monumento, incluye una momia de un gato egipcio de la dinastía ptolemaica (715-730 a. C). O también un lagarto encapsulado a finales del siglo XIX por la empresa Christofle, la cual introdujo procesos de plateado por electrólisis que permitían enchapar piezas –en este caso un ser orgánico– en plata a un precio mucho más asequible. Todavía en el mismo capítulo se presentan dos vitrinas con objetos curiosos de metal que provienen de una empresa de reciclaje, rescatados entre las cenizas de una planta de incineración. En definitiva, estos objetos marcados por el signo de la muerte –y la pervivencia– hacen releer e interpretar, en un viaje de ida y vuelta, las piezas contiguas de On Kawara, Thomas Hirschhorn, Pipilotti Rist, Susana Solano… Este es el mecanismo a partir del cual se construye el itinerario de la muestra.
Me gustaría destacar una de las intervenciones más significativas, que no es otra cosa que una obra invisible: Noone, Aliness, 2017, del artista Rubén Grillo. Efectivamente, se trata de una pieza imperceptible, tan solo una cartela nos informa de su existencia. Consiste en unas huellas dactilares artificiales, parece que diseminadas por toda la exposición. En la cartela se explica que el artista ha imprimido las huellas generadas por ordenador en unos guantes de silicona y que ha realizado una visita por el espacio expositivo palpando aquí y allá objetos, obras de arte, paredes, ventanas. El vínculo con la escultura es evidente: el tacto. Pero es que, además, en el contexto de la exposición la inclusión de una obra invisible resulta muy interesante. De alguna manera se trata de un fantasma y este es el auténtico protagonista de la exposición: el fantasma de la escultura, el gran arte ausente de la contemporaneidad.