Es posiblemente la exposición más redonda que ha organizado TBA21 en el Museo Thyssen hasta la fecha. La firma el islandés Ragnar Kjartansson (Reikiavik, 1976), un nombre desconocido para muchos, aunque coleccione individuales en los más importantes museos del circuito internacional (la Barbican de Londres, el Palais de Tokyo de París, el New Museum de Nueva York y un largo etcétera en el que se cuela la representación de su país en la Bienal de Venecia de 2009).
El recorrido se extiende más allá de la habitual planta baja, aunque es ahí donde se concentran los momentos más intensos de la muestra. En ella se despliega The Visitors (2012), una videoinstalación en 9 canales que ya mostró el Guggenheim de Bilbao y que nos sumerge en un híbrido entre ensayo, convivencia y concierto. El tiempo parece congelado en el siglo XIX, en esas habitaciones de una mansión bohemia y decadente al norte de Nueva York.
Ahí, entre la relajación y la más estricta sincronización, un grupo de músicos interpretan una melancólica melodía mientras uno de ellos se fuma un puro al piano, otro toca el bajo con su pareja todavía en la cama, y el propio artista hace sus pinitos a la guitarra desde la bañera. Nosotros, espectadores, deambulamos entre las pantallas a la espera de que se iluminen, atrapados por este ejemplo brillante de cómo convertir una experiencia performativa en una obra de arte redonda.
Deambulamos entre las pantallas atrapados por este ejemplo brillante de cómo convertir una performance en una obra de arte redonda
La muestra toma el título de la canción de la también islandesa Björk, aunque quizá los paisajes de Kjartansson tengan más que ver con las personas. En todo caso, el hilo conductor son todos estos espacios norteamericanos, por los que el artista siente verdadera debilidad, y la música, hecha siempre en grupo. En The Man (2010), la otra obra más impactante del conjunto, nos transporta al Mississippi y a ese ambiente sureño de la Guerra de Secesión.
El protagonista es Pinetop Perkins, un experimentado músico de blues, negro y de avanzada edad, que toca con habilidad un piano "desafinado" —se queja—, en medio de una pradera con un granero de fondo. No sale en él el artista islandés, que sin embargo coge protagonismo en God (2007), en primer plano y a lo Frank Sinatra, con esmoquin y repeinado, delante de una gran cortina rosa, entonando, de nuevo en loop, la frase "Sorrow conquers happiness" (La pena vence a la felicidad).
Cierra el recorrido con ella, o con la serie de acuarelas de paisajes canadienses y la videoinstalación The End (2009), según prefieran, que nos regala otra de las imágenes más icónicas de la muestra: un elegante piano de cola sobre la inmensidad de un paisaje nevado.