Ambroise Vollard fue retratado varias veces por Picasso, Cézanne y Renoir ¡una de ellas vestido de torero! También por Bonnard, Valloton y Duffy, entre otros muchos pintores. Pienso que bastaría con este álbum familiar para convertir en multimillonarios a sus herederos. Los retratos prueban la amistad y sin duda el agradecimiento, que unió a este “vendedor de cuadros” con una pléyade de artistas que hoy consideramos.
No sé si se ha escrito ya una 'Historia del arte moderno a través de sus galerías', pero sacaríamos de ella enseñanzas provechosas. Por ejemplo, comprobar hasta qué punto el reconocimiento y la valoración de las sucesivas tendencias del arte ha debido más a los galeristas que a los críticos. No sólo porque en muchos casos fueron ellos quienes supieron reconocer antes el interés de un nuevo lenguaje, sino porque es difícil consolidar una reputación sólo a través de juicios estéticos. Al menos en el siglo XX, el establecimiento de un artista lo construyen sus ventas.
Esa hipotética Historia que he mencionado antes debería empezar citando tres nombres: Paul Durand Rouel, Ambroise Vollard y David Henry Kahnweiler. Las primeras vanguardias, las que van del Impresionismo al Cubismo, pudieron verse por vez primera en los escaparates de sus tiendas. En concreto, Vollard fue un entusiasta defensor del impresionismo, el valedor insustituible de Cézanne y su nombre ha quedado definitivamente ligado al de Picasso por la Suite Vollard, la impresionante serie de 134 grabados que el galerista le encargó en 1930 para una de sus carpetas. Poco después, en 1937, Gabriel Brunet, un reconocido crítico, escribía al hilo de la publicación de las memorias del galerista lo que él creía invectivas y yo leo como una descripción fiel de los hechos: “Los marchantes son sujetos cuya fantasía soberana y cuyas combinaciones comerciales han creado las reputaciones y han hecho prevalecer tal o cual tendencia”.
Como se ve, todavía entonces la vanguardia seguía mereciendo tal nombre, porque la resistencia de la Academia y los críticos era inmune a toda renovación. Es por esto que el museo de Luxemburgo rechazó el cuadro que pretendía regalarle Gauguin y poco después, también la impresionante colección de impresionistas del pintor Caillebotte, por cuya aceptación intercedió Vollard. Él, sin embargo, supo conectar con la sensibilidad del arte de su tiempo y supo hacerlo apetecible a coleccionistas que encontraban en él emociones desconocidas.
El empeño por conseguir la obra de un pintor le llevó a pulsar todos los timbres de una calle hasta dar con Cézanne
Ambroise Vollard nació en la isla francesa de Reunion, en 1868 y murió en un accidente de tráfico en Versalles en 1939. Se crio en una familia acomodada y su relación con el arte surgió ya en su seno: su abuelo había querido ser pintor y al propio Vollard, con solo cuatro años, le recuerdan coleccionando objetos que hallaba en el jardín. Para agradar a su padre, comenzó a estudiar leyes, pero tras dos cursos abandonó la carrera y empezó a trabajar en diversas empresas de comercio artístico. En 1892 se instaló en una modestísima vivienda en la Rue Laffite (“la calle de los cuadros”) y empezó con apenas recursos su carrera de marchante.
La primera obra que compró fue un boceto de Degas, por el que pagó a su viuda diez francos. Su estrategia fue siempre comprar grandes lotes de cuadros y así obtener precios ventajosos. En cuanto a las ventas… Vollard confiesa que su fórmula para ganar el mayor dinero posible era ceder a su “invencible propensión al sueño”, pues su falta de reacción hacía creer a los clientes que el precio ofrecido no era suficiente.
La lectura de sus memorias desmiente esta indolencia. Más bien, fue un trabajador infatigable, que corría de un lado a otro buscando una buena oportunidad y cuyo empeño por conseguir la obra de un pintor le llevó, por ejemplo, a pulsar todos los timbres de una calle hasta dar con el domicilio de Cézanne. Comerció con obras de Matisse, Gauguin, Van Gogh, Vlaminck, Mary Cassatt y un largo etcétera.
Empeñado en demostrar el valor de Cézanne, rechazado por la crítica y mirado con sospecha por la mayoría de los pintores, le organizó una exposición con 150 obras en 1895 de las que no vendió ni una sola. En 1907 dos años después de su muerte, una retrospectiva le convirtió sin embargo en la piedra angular del cubismo. Expuso en 1902, sin apenas lograr ventas, a un Pablo Picasso de 20 años. Recordándolo, diría tiempo después: “Se rechaza cada obra de Picasso hasta el día en que la admiración sigue al asombro”. Y es que la implantación de esas novedosas formas de pintar dio lugar a que, en los primeros veinticinco años del siglo XX, los cuadros de muchos de estos artistas multiplicaran por cien sus precios.
Conocemos todos estos pormenores gracias a las Memorias de un vendedor de cuadros (1936), un libro que, a instancias de un editor norteamericano, Vollard redactó como si se tratara de una larga charla. No hay en él “ni una palabra de crítica de arte” como le reprochó algún lector. Y sí mucha vida. Leyéndolo, accedemos a la intimidad maniática de los estudios, conocemos las dudas de los compradores, acompañamos a Vollard en sus peripecias para llegar hasta ciertos coleccionistas…
Y hay pasajes impagables, como cuando nos cuenta que se extendió la idea de que los perturbados tenían especial tino en elegir las obras, y se formó una sociedad de inversores que se acompañaban de un loco para decidir sus compras. Entre las muchas frases lapidarias de ese libro, me quedo con esta: “Un cuadro es lo que oye más tonterías del mundo”.