Una entrevista parece una conversación, pero no lo es en absoluto. Hay dos buenas razones que lo explican. Primero, que no se escribe como se habla: el entrevistador sintetiza al entrevistado hasta convertirlo en literatura, a despecho de apropiarse del relato, cual ventrílocuo. Por otro lado, cabe preguntarse por qué alguien se cuenta.
En el caso de Palabra de Pritzker (Anagrama, 2022), el libro de charlas que acaba de publicar Llàtzer Moix (Sabadell, 1955), está claro: los protagonistas han ganado el premio más importante de su campo, el ‘Nobel-de-la-arquitectura’, como siempre escribe algún alma cándida tras su concesión cada primavera. Se anuncian, pues, embajadas de la vanidad. Por fortuna, Moix –con cuarenta años de periodismo a sus espaldas– no parece muy interesado en luchas de egos: tiene claro que quien importa está enfrente, sin que su educación implique complacencia.
Esto no es, ni puede ser, un libro de entrevistas a todos los ganadores del Pritzker, sino a quienes han querido y podido colaborar en el proyecto: 23. Con evidente honestidad, el autor desnuda en el prólogo las tripas de su obra. Debido a circunstancias por todos conocidas, algunos intercambios como los de Tadao Ando, Norman Foster, Kazuyo Sejima, Toyo Ito, o Yvonne Farrell y Shelley McNamara se han realizado por correo; otros, caso de Peter Zumthor o Diébédo Francis Keré, se sacan de la nevera, recalentados aquí. Y se nota: estas páginas alcanzan sus mejores cotas cuando Moix conversa sin trabas, rápido al estoque.
La deriva ética obliga a preguntarse si el Pritzker es el canon que necesitamos, guante que el propio Moix recoge
Lógicamente, cada persona es un mundo, así que el autor se procura puntos fijos que doten de continuidad al conjunto. Las charlas tienen, grosso modo, tres ingredientes, no siempre bien diferenciados: un arranque biográfico, una serie de preguntas generales y recurrentes –¿qué es para usted la experiencia espacial, la luz o la innovación?, ¿qué tres consejos le daría a los arquitectos jóvenes?– y el obligado repaso por el currículum de los protagonistas. Aquí ha gustado mucho lo primero, interesado lo segundo y fatigado un pelín lo tercero.
La parte biográfica despliega un oído excepcional para la anécdota. El lector aprende que el padre de Wang Shu fue un violinista víctima de la Revolución Cultural, que al británico Richard Rogers le zurró una señora tras enterarse de que era autor del Pompidou o que Rafael Moneo, nuestro primer galardonado, alternó de estudiante con la vanguardia pictórica de Madrid (Canogar, Feito et al.). De Jean Nouvel se puede decir lo que se quiera –y frecuentemente, se dice–, salvo que sea aburrido: sus peripecias como hijo del París del 68 y una falta de tapujos que coquetea ocasionalmente con la sandez (“La Torre Agbar tiene una forma barcelonesa”) dan pie a uno de los mejores textos del lote.
Moix también hace gala de una envidiable habilidad para pescar sentencias. Basta para hacerse una idea con dos ejemplos de la charla con Shigeru Ban: “Los materiales aparentemente débiles siempre me han fascinado” y “Construir para clientes ricos y para víctimas de una catástrofe no es, en última instancia, tan distinto”. Casi todo lo que se necesita saber sobre el japonés está ahí, desde su querencia por los tubos de cartón al innegable sentido de la oportunidad de sus proyectos humanitarios.
Lo menos entretenido surge cuando se habla de obras concretas, sobre todo si el entrevistado tiene futuro por delante, lo normal en gente así. Mientras que al nonagenario Balkrishna Doshi se le puede considerar caso cerrado y tanto Rogers como Paulo Mendes da Rocha han fallecido en el plazo de publicación, el recorrido por el currículum de Shu, Lacaton & Vassal o RCR Arquitectes –el otro equipo español– quedará pronto obsoleto.
Hasta los muy veteranos Álvaro Siza y Frank Gehry han acabado piezas de fuste en los últimos años. Este peaje tiene otro inconveniente. Como el mismo autor avanza, desde 2009 la actitud se ha abierto paso en el palmarés del Pritzker –y en el mundo– a costa de la obra rutilante y, por qué no decirlo, reconocible. Así, cuando Moix se enfrenta al mencionado Ban o a Alejandro Aravena –premio discutido el suyo, le espeta el entrevistador–, resulta más sustancioso leer sobre sus procesos de trabajo que abordar sus edificios, que solo identificarán unos pocos.
Esa deriva ética, por así llamarla, obliga a preguntarse si el Pritzker es el canon que necesitamos, guante que el propio Moix recoge al final del libro; aunque no lo afirma, sí que alimenta esa esperanza. Caben dudas al respecto.
Otorgado por los dueños de la cadena Hyatt desde 1979, el Pritzker es, no lo olvidemos, un premio privado que se las ha arreglado para parecer inevitable, pese a sus oscilaciones. Empezó con el norteamericano Philip Johnson, tan controvertido hoy por sus devaneos con el nazismo, hasta recaer este año en el burkinés Keré, formado y afincado en Berlín; y, si bien reivindicó a Doshi o al australiano Glenn Murcutt, ya nadie se acuerda del francés Christian de Pontzamparc, quien lo recibió en 1994, con 50 años recién cumplidos.
Aunque la irregularidad en un premio no sea precisamente noticiosa, conviene tenerla en cuenta antes de revestirlo de una autoridad espiritual que nadie ha pedido. Mesías y oportunistas suelen ser, a menudo, igual de irritantes, por lo que habrá que desear que la apuesta por la responsabilidad merezca la pena y no se quede en mero carnet de conducta. Mientras tanto, y como demuestran estas páginas, hay mucho talento que hace su trabajo sin darse demasiada importancia. Un botín más que suficiente, incluso para los escépticos.