“Me sentaba entre lechos de violetas, perdida en mis pensamientos. Un día, alcé de repente la mirada y me encontré con que cada violeta tenía su propia expresión facial particular, al estilo de un rostro humano, y, para mi sorpresa, todas ellas me estaban hablando”. Así recuerda Yayoi Kusama (Matsumoto, 1929) una de sus tempranas visiones. Cada vez que le sucedía algo similar corría a dibujar en su cuaderno aquello que veía para que le ayudara a “suavizar la impresión y el temor de aquellos episodios”. De alguna manera, asegura que el origen de sus cuadros reside en estas alucinaciones que en 1975 le llevaron a ingresar de manera voluntaria en el hospital Shinjuku de Tokio.
La artista, una de las creadoras vivas más cotizadas del mundo, cuyas exposiciones congregan largas colas en las puertas de los museos, publica La red infinita (Sinequanon), una autobiografía en la que recorre su trayectoria personal y profesional. En estas páginas, Kusama nos hace partícipes de la rectitud de una madre procedente de la clase alta japonesa, que en ocasiones rozaba la violencia, de su huida a Estados Unidos en contra de la voluntad de una familia atada a los valores tradicionales, de las cartas que compartió con Georgia O’Keeffe, el aliento que necesitaba para llevar a cabo su viaje o de la historia de amor platónico que compartió con el también artista Joseph Cornell durante varios años. Por supuesto, no deja de lado las alucinaciones que la llevaron a crear de manera obsesiva y que se convirtieron en el “desahogo irreprimible” de lo que ya estaba dentro de ella.
Alucinaciones en la Segunda Guerra Mundial
Yayoi Kusama nació en Matsumoto en 1929 en el seno de una familia acaudalada que se dedicaba a gestionar viveros de venta al por mayor. En 1941 se matriculó en el Primer Instituto Femenino de la ciudad, año en el que “la contienda que ya llevaba tanto tiempo en marcha se había convertido en la Segunda Guerra Mundial”. Fue más o menos en aquella época, recuerda, cuando comenzó a sufrir alucinaciones visuales y auditivas con regularidad: “Veía auras alrededor de algunos objetos u oía hablar a las plantas y a los animales”. Sin darse cuenta, estos traumas empezaban a asentar los cimientos de un arte basado en la repetición y la multiplicación que tan en boga puso el pop art.
[Cómic: Yayoi Kusama, el color hecho forma]
Siete años después, en 1948, Kusama se trasladó a Kioto, ciudad en la que se inscribió en la Escuela Municipal de Artes y Oficios escapando de sus padres (su madre la enviaba a espiar a su padre, asiduo a frecuentar las casas de geishas y a coleccionar amantes). Se apuntó a clases de nihonga (pintura tradicional japonesa) pero se las saltaba para dedicarse “con diligencia a pintar calabazas”. Sin embargo, pronto le dijeron que esta actitud conllevaría su expulsión del centro. “Aquello me pareció sofocante y empecé a suspirar por los inmensos espacios abiertos de Estados Unidos”, asegura.
Georgia O’Keeffe, una amiga por correspondencia
Su primer contacto con Estados Unidos fue a través de una carta que envió a Georgia O’Keeffe, cuya respuesta la pilló de sorpresa y, al mismo tiempo, ejerció de motivación ante sus expectativas. Pero aún tendría que esperar unos años. Antes, en 1952, fue protagonista de su primera exposición en solitario en Nagano y en 1954 en Tokio. “Mi arte era un plante en oposición al conservadurismo y la estrechez de miras de Japón. Tenía que salir de allí”, escribe la artista.
Cada vez estaba más cerca de emprender ese viaje con el que tanto había soñado, que tuvo lugar en 1957 cuando Kusama sumaba 27 años. Aterrizó en Seattle, donde le dedicaron una exposición, pero no tardó en marcharse a Nueva York, ciudad en la que pronto consumió el dinero que tenía y comenzó a verse en apuros. Sin embargo, no cejó en su empeño creativo. “El entorno en el que crecí era excesivamente conservador y escapar de él lo antes posible era mi sueño y también mi lucha denodada”. La decisión era firme y quería triunfar en la gran manzana con una obra que se alzaba sobre los cimientos de la “disolución y acumulación, propagación y separación, obliteración particulada y reverberaciones ocultas procedentes del universo”.
Pero lo cierto es que no tenía un centavo para comer cuando un día alguien llamó a su puerta y le dijo que O’Keeffe, a quien dedica varias páginas en el libro, estaba de visita en la ciudad y quería verla. Aquella visita sirvió para que la marchante de la artista comprara una de sus obras y con ese dinero Kusama adquirió lienzos para seguir dando rienda suelta a su imaginación. Con todo, no tardaría en ver su primera exposición en Nueva York, un debut con tan solo cinco obras que, sin embargo, apenas le proporcionaban dinero para comer. Tampoco la artista estaba en un momento fácil pues su visado había caducado. “La exposición era una oportunidad. Recé como si mi vida dependiera de ello. Jamás había rezado por algo tan vulgar como el éxito de una exposición en solitario”, anota.
Pero la suerte estaba de su lado y el éxito de aquella muestra captó la atención de galerías de otras ciudades de Estados Unidos pero también de países europeos como Alemania y Francia. Con paso firme, el nombre de Yayoi Kusama comenzaba a hacerse un hueco en la vanguardia artística y contracultural americana aunque no sin las susceptibilidades de ser una mujer en un ambiente dominado por hombres. En 1962 comenzó una serie de esculturas blandas que expuso por primera vez en una exposición colectiva en la Green Gallery de Nueva York. A su paso por la muestra Andy Warhol exclamó: “¡Qué es esto, Yayoi! ¡Es fantástico!”.
Aquellas esculturas de formas fálicas eran la manifestación de uno de los temores de la artista. “Los creadores no suelen expresar sus complejos psicológicos de manera directa, pero yo sí utilizo mis temores y mis complejos como temáticas para mis obras. Me aterroriza el mero hecho de pensar que algo largo y feo como un falo se introduzca en mí, por eso hago tantos”, se sincera. Esta aversión al sexo fue lo que le unió a Joseph Cornell, con quien compartió una relación platónica que en el caso del artista de 60 años rozaba la obsesión. A esta relación (hoy se diría que tóxica) dedica varios capítulos en los que da cuenta de la gran cantidad de cartas que Cornell le enviaba y las infinitas llamadas en las que la entretenía, despistándola, sin ni siquiera darse cuenta, de su camino.
Happenings: un desafío a lo establecido
Hacia 1967 el nombre de Yayoi Kusama había ganado notoriedad en Estados Unidos y la artista comenzó una serie de happenings que desafiaban a las autoridades y todas las convenciones establecidas. Kusama confiaba en lo que hacía y lideró espectáculos tanto en la calle como en espacios cerrados (también organizaba fiestas y orgías) en los que el sexo libre era la tónica habitual. Por supuesto, se convirtieron en el centro de la controversia, y tanto su nombre como su rostro aparecían en los medios de comunicación.
Por supuesto, estas noticias llegaban a Japón, aunque manipuladas por otros artistas japoneses afincados en Estados Unidos según cuenta en La red infinita, y avergonzaban a su conservadora familia (su madre le llegó a escribir en una carta que ojalá se hubiera muerto de una infección que tuvo de pequeña). Pero Kusama no se amilanó y continuó con unas performances que llegaron a Ámsterdam, Delft y Róterdam y a otros países como Bélgica y Alemania. “El resultado en cada caso era un tira y afloja entre los espectadores que nos instaban a seguir y la policía que nos daba la orden de parar”.
En estos happenings, que proliferaron con la explosión del movimiento hippie, Kusama abogaba por el amor libre y por los derechos de los homosexuales. Su práctica no buscaba la polémica sino que “eran cada vez un mayor reflejo de la agitación social de la época y la oposición al gobierno y a la guerra de Vietnam”. Con esto como telón de fondo Kusama perseguía algo muy concreto: “dar pequeños empujoncitos a la gente para llevarla hacia una revolución sexual”.
Ingreso voluntario
En Japón recibían estas obras con una mezcla de sorpresa y repulsión. De todo esto fue consciente cuando en 1970 visitó su país natal durante casi dos meses en un viaje que tan solo le sirvió para constatar que “eran incapaces de captar el concepto de sexo libre”. Esto le llevó a abandonar su país por segunda vez para embarcarse en varias actividades que la mantuvieron viajando por Europa hasta que en 1972 regresó a Estados Unidos.
Pero la salud de Kusama, que nunca ha apagado esas visiones que la empujan a crear, comenzó a deteriorarse en Nueva York y regresó a Japón en 1973. Creía firmemente que aquello no era más que una estancia temporal. “Pero cuando me encontraba en Tokio comencé a sufrir un parpadeo en la visión y a tener alucinaciones. A causa de este y otros problemas de salud terminé quedándome en Tokio y en 1975 ingresé en el hospital de Shinjuku”, rememora.
Así es cómo decidió instalarse en el ala de ingreso voluntario del hospital, donde sigue residiendo para mantener el pulso de sus visiones. De hecho, asegura que combate el dolor, la ansiedad y el temor a diario, y que el único método que ha descubierto para aliviar su enfermedad “es seguir creando arte”. Kusama es una artista que ha buscado salirse con la suya coqueteando con diversas disciplinas artísticas y gracias a ello encontró la senda por la que transitar. “Si no hubiese hallado esa senda estoy segura de que me habría suicidado bien pronto”, confiesa.
Desde entonces, trabaja a diario desde su estudio, situado a diez minutos del hospital, durante cerca de diez horas diarias. En su reclusión ha creado de manera salvaje aunque no fue hasta 1987 cuando el Museo Municipal de Arte de Kitakyushu le dedicó su primera retrospectiva, un hito tras el que Japón empezó a entender su arte. Había llegado el momento de dejar de lado apodos como “la reina del escándalo” o “la artista desvergonzada” que la habían acompañado durante tanto tiempo.
Seguir creando
Pero si en toda esta trayectoria ha habido un punto de inflexión ese ha sido cuando en 1993 Kusama fue invitada a representar a su país en la Bienal de Venecia. Eso lo disparó todo y su obra empezó a cotizar al alza. “En los últimos tiempos recibo cuatro o cinco invitaciones de museos del extranjero para celebrar exposiciones en solitario y me veo empujada a crear obras nuevas”, se sincera.
Y a pesar de que las visiones nunca han dejado de acompañarla, a sus 93 años Kusama considera que se encuentra en el mejor momento de su vida y tan solo piensa en una cosa: en seguir creando y en continuar reflejando todas sus visiones en formas concretas.