Café con leche, piña, huevo con jitomate, cebolla y cilantro podría ser el menú de un desayuno, esa comida temprana que dicen que es la que da la energía suficiente para la actividad cotidiana. Esta comida y otras hechas en casa son también uno de los temas recurrentes del artista Jorge Satorre (Ciudad de México, 1979), que ahora vive en Bilbao, cuando habla con su madre.
Relata que en sus conversaciones por teléfono se cuentan lo que han cocinado y lo que han comido, si les ha sentado bien o les ha resultado muy pesado. Y que estas charlas que parecen no tener importancia, que podrían resultar intrascendentes, deberían ser el origen de una obra que tenía que haberse realizado para la exposición que ahora comisaría en la galería CarrerasMugica.
Sin embargo, está ausente, no puede verse allí, no está hecha o quizás sí, de otro modo. Puede que eso que necesitaba resolver produciendo una nueva pieza, se haya satisfecho durante el proceso de organización de esta exposición.
[David Bestué, forma en descomposición]
En ella ha generado otra conversación, esta vez entre los trabajos de tres artistas de dos generaciones distintas –si esa idea de generación tiene sentido porque siguen siendo contemporáneos–, que han desarrollado una trayectoria en la que la reflexión sobre lo escultórico es central: David Bestué (Barcelona, 1979), Susana Solano (Barcelona, 1946) y Julia Spínola (Madrid, 1979).
Se trata de un diálogo en el que el espacio de la galería parece transformarse en un cuerpo, ese mismo cuerpo que digiere la comida de la que Satorre habla con su madre; un cuerpo que se da la vuelta, de adentro afuera, dejando a la vista sus órganos, los que le dan forma por dentro.
La piel tiene huecos, los de algunas de las serigrafías sobre pared de Julia Spínola que a veces son orificios y otras, heridas. También pueden ser tatuajes que recuerdan a flores. Y hay pecas, algunas son como gotas en verde que resbalan hacia arriba rompiendo con la ley de la gravedad, aunque ya se han secado.
Hay además una cicatriz que todavía se está curando y que aún conserva los puntos de sutura: es el relieve en plomo y caucho Reflejo (2010-11), de Susana Solano, en una de las esquinas del techo.
Como un reflejo en el espejo, puede que el de Narciso, son las dos bocas de David Bestué que cierran una de las puertas del espacio, un beso profundo en el que la lengua es el cerrojo; un asunto en el que lo lleno y lo vacío, lo cóncavo y lo convexo, lo que se une y lo que se separa, son tan importantes que se convirtió en una suerte de tropo de la escultura en la vanguardia, en el bloque de Brancusi o en el ensamblaje de Julio González.
Las bocas están cerca de un sexo, o de dos, masculino y femenino, porque en esa brutal escultura que tiene algo de fuente de Solano, Escenografía del sexo (1986), no termina de saberse, depende mucho del punto desde el que se mire.
El espacio es un cuerpo pero sus órganos, que son las esculturas, contienen otros cuerpos: el del espectador que puede ser el prisionero en la celda de Solano, No (1988), o recorriendo una y otra vez la pasarela, también de ella, Meditaciones nº 10 (1993); en las piezas construidas con papel de Spínola, que contienen el de la artista que aprieta y comprime, presiona y actúa, o, literalmente, en los materiales que utiliza Bestué en algunas de sus obras, los polvos de hueso y sangre de esa primera con la que se abre, o se cierra, la exposición.