Por primera vez se reúnen las tres series de enconchados sobre la conquista de México conservadas en España y, aunque hemos visto antes piezas de este tipo en el propio Museo de América, donde se exhiben dos de las series pero solo una completa, y en exposiciones como Lacas Namban (Museo de Artes Decorativas, 2013) o Tornaviaje (Museo del Prado, 2021), el actual despliegue nos da ocasión de aprenderlo todo sobre esta fascinante área de producción cultural novohispana que, como el nácar usado en ella, tiene innumerables capas.
La llegada a España de los enconchados derivó de dos grandes rutas comerciales transcontinentales: las que hacían el Galeón de Manila (entre esa ciudad y Acapulco) y la Flota de Indias (entre Veracruz y Sevilla). Se conectaban en Ciudad de México, la población más cosmopolita del momento, que despachó hacia Europa los objetos suntuarios de China y de Japón.
Las lacas japonesas sugirieron a los artistas mexicanos una innovación pictórica que aplicaron sobre todo a imágenes religiosas –algún ejemplo vemos en la muestra, junto a objetos al estilo oriental– pero también a unas relevantes series con temática histórica. La incrustación de trozos de madreperla en las composiciones para realzar vestimentas y detalles ornamentales enfatizaba el fulgor de lo divino en unos casos y añadía, en otros, valores simbólicos a la escenificación. Y al transformar las pinturas en objetos de lujo atractivos para las élites, favorecía la circulación de su mensaje político.
El actual despliegue nos da ocasión de aprenderlo todo sobre esta fascinante área de producción cultural novohispana
Es llamativo que la conquista de México jamás hubiese sido narrada en la pintura española. Fue en Nueva España donde se desarrolló esa iconografía, primero en los ocho lienzos de la colección Kislak (Washington), fechados hacia 1660, luego en biombos como el que vimos hace poco en el Prado –se conservan solo siete– y finalmente en los enconchados, en el paso del siglo XVII al XVIII, de los que nos han llegado cinco series sobre el tema, todas quizá del mismo taller especializado, el de la familia González.
Estas obras son producto del “criollismo”, ideario de las élites novohispanas para reclamar autonomía en base a un entendimiento de la conquista como cesión voluntaria de la soberanía a Carlos V por Moctezuma y de Cortés como instrumento del providencialismo cristiano. En ellas, los mexicas aparecen en relación de igualdad con los españoles en esa guerra fundacional y se reivindica su antigua grandeza en línea con los escritos de Carlos de Sigüenza y Góngora, a quien la comisaria de la muestra, Ana Zabía, propone como principal inspirador de esta iconografía innovadora, que altera a veces el orden de los hechos y omite alguno infame como la matanza de Tóxcatl.
Cada serie incluye cerca de cincuenta episodios numerados y descritos en cartelas, con centenares de personajes en cada tabla. Y varían bastante entre sí, lo que demuestra –a pesar de que los González tenían a la vista grabados europeos– una gran imaginación visual. La representación es casi dos siglos posterior a los hechos y nos muestra no el México azteca sino un fárrago fantasioso de detalles modernos y antiguos. La yuxtaposición arcaizante de distintos momentos en un mismo marco espacial contrasta con una gran libertad moderna en el movimiento de los cuerpos y en la grafía, a tinta y con aires chinescos.
Esta creatividad es sobre todo patente en las 24 tablas de la “Colección real”, que podría haber sido encargada por el cabildo de Ciudad de México para enviarla a Carlos II y así presentarle las credenciales históricas de los criollos. El mensaje cayó en saco roto. Aquí solo se apreciaron esos enconchados por su esplendor material y sus cualidades ornamentales. Se dispusieron, con consideración de “alhajas”, en el Alcázar, pero pasaron pronto a la Galería de los Ídolos en La Granja y luego al Gabinete de Historia Natural, como “curiosidades”. De ahí al Arqueológico, al Prado y, ya en depósito, al Museo de América. El periplo demuestra que no supimos entenderlas. Como pinturas, no merecieron ningún crédito y la nula familiaridad visual con su argumento los hacía casi incomprensibles.
La serie del Museo de América está compuesta por solo seis tablas, aunque de mayor tamaño. Se expusieron por vez primera en 1888
La serie que pertenece al Museo de América está compuesta por solo seis tablas, aunque de mayor tamaño. Se expusieron por vez primera en 1888 y las compró el Estado a un particular en 1905. Es un ejemplo de la larga permanencia de muchos de los cerca de 300 enconchados conservados en el ámbito doméstico o eclesiástico, para los que se realizaron en su mayor parte, que ha retrasado su estudio, que el catálogo de esta muestra pone al día.
Y en manos privadas, de las hermanas Koplowitz, sigue la tercera serie, también de 24, que ocupa el centro de la sala –en un montaje poco afortunado, con paredes azules y mobiliario pobre– para que podamos admirar sus inusitados reversos, en los que se pintaron aves y notas de vegetación sobre fondo dorado haciendo eco a los biombos japoneses de la escuela Kano. Esta “Conquista” fue encargada por José Sarmiento y Valladares, virrey en la Nueva España y conde de Moctezuma por matrimonio, con su particular programa. Subraya la dignidad, el linaje y la labor de mediación ante los españoles del emperador mexica, cuya herencia política y material (en forma de mayorazgo) nunca cesó de reclamar.