Ya en 1965, John Berger avisaba en Éxito y fracaso de Picasso, quizá exagerando, que, aunque ningún pintor fue conocido antes por tanta gente, solo una de cada cien personas que habían oído su nombre sería capaz de reconocer un cuadro suyo. Picasso era ante todo una marca y, aunque Berger no lo señala, también un icono. Desde los 28 años vivió bien, a los 38 era rico y, a partir de los 65 (tras la II Guerra Mundial), millonario, lo que sería un ingrediente tan importante en su fama como su estatus de gran “héroe” del arte moderno. Además, aprendió pronto a manejar su carisma y a presentarse como personaje interesante –intenso, ambicioso, viril, excéntrico… un “genio” de manual–, predilecto de los medios de comunicación.
No fue algo inmediato. Conservamos algunas fotografías suyas de los años de la bohemia y el cubismo, pero son en general hechas por amigos y colegas. O autorretratos, en los que se muestra desafiante, con las piernas abiertas y aires de boxeador o de revolucionario. Son los estadounidenses, con los Stein a la cabeza, que suspiran por la entonces meca de la modernidad, quienes empiezan a interesarse por las personalidades de quienes forjaban el arte más rompedor. En 1910, Gelett Burgess publica “The Wild Men of Paris” en The Architectural Record, con entrevistas y retratos fotográficos de Matisse, Picasso, Braque, Derain y otros, a quienes consideraba unos lunáticos.
El primer gran fotógrafo que retrata a Picasso es Man Ray, a partir de 1922, cuando se las daba de gran señor con Olga en su piso de La Boétie –su “período duquesa”, lo llamó Max Jacob– y tenía ya fama internacional, en parte gracias a los Ballets Rusos. Esas primeras fotos se publicaron en Vanity Fair, fijando la pauta para la masiva difusión, en las décadas siguientes, de la imagen de Picasso a través de revistas ilustradas de moda, sociedad o actualidad: Paris Match, Life, Harper’s Bazaar…
Man Ray volvió a retratarle, más en papel de intelectual, en 1932, fecha de la retrospectiva en la galería Georges Petit y el primer volumen del catálogo razonado de Christian Zervos, que marcan su consagración en Francia. Año también del fabuloso reportaje de Brassaï sobre el taller de esculturas en Boisgeloup, que hizo para la elitista Minotaure y que fue arropado por un texto de André Breton, “Picasso en su elemento”. Y en ese período posó para Cecil Beaton cual estrella de cine.
Tras el paréntesis de la II Guerra Mundial, en la que tomó posición política y se convirtió en símbolo de la resistencia, dio el paso de la notoriedad a la celebridad
El “elemento” de Picasso, en una gran parte de las fotos que le hicieron, fue el taller. Los sucesivos lugares de trabajo sirvieron de escenario para la recepción de visitantes a los que impresionar y fotógrafos a los que seducir. Creo que las imágenes más poderosas –por el dramatismo del espacio y de las circunstancias históricas– son las que tienen como fondo el de Grands-Augustins, desván cavernoso y destartalado.
Foco de peregrinación incluso para nazis mitómanos, allí le fotografió para Cahiers d’Art mientras pintaba el Guernica Dora Maar –que además le hizo excelentes, sinceros, retratos, uno de los cuales fue portada de Time en 1939–, pero también Robert Capa, Lee Miller (para Vogue), Herbert List, Henri Cartier-Bresson y Pierre Jahan, entre 1944 y 1945. En 1939 había tenido lugar, con éxito sin precedentes, una exposición de Picasso en el MoMA y tras el paréntesis de la II Guerra Mundial, en la que tomó posición política y se convirtió en símbolo de la resistencia, dio el paso de la notoriedad a la celebridad. Los maniquíes en los escaparates de la Quinta Avenida lucían motivos picassianos.
El taller en el castillo Grimaldi de Antibes, luego Museo Picasso, protagonizó en 1946 el sobrio y hermoso reportaje del hasta entonces escultor Michel Sima para Vogue, publicado más tarde en forma de libro, con texto de Paul Éluard. Tres años después, ya en Vallauris, el artista se prestó a un experimento fotográfico para Life, que se expuso en el MoMA en 1950: Gjon Mili, colaborador de Harold Edgerton en el MIT y especialista en stop-motion, le invitó a dibujar en el aire con una pequeña bombilla. Otra colaboración creativa tuvo lugar en esos momentos: los fotogramas que André Villers hizo a partir de las siluetas recortadas de Picasso.
Los años 50 son los de mayor proyección de su imagen. Con narcisismo desaforado, adopta los mecanismos del star system: exposición de la vida privada para sugerir familiaridad y cercanía. Algo que da pábulo también a la frecuente interpretación “psicobiográfica” de su trayectoria artística.
Al margen de las incontables instantáneas que los paparazzi toman en sus salidas, da entrada en sus casas y talleres en la Costa Azul a ciertos fotógrafos que realizan retratos icónicos o hacen un seguimiento de su día a día. Edward Quinn, como otros, llama repetidamente a su puerta para obtener el privilegio de fotografiarle, primero en el taller de cerámica de Vallauris, luego en su casa. Le sigue Robert Doisneau, el que más imágenes “canónicas” de esa fase nos ha legado, compaginando cotidianidad y calidad compositiva.
Con cerca de 75 años, Picasso sigue luciendo pecho y hasta posa en calzoncillos; usa el sombrero vaquero, la capa, la montera, la pistola, el penacho indio, la toca romana
Cuando se instala en La Californie, en Cannes, se agudiza esa constante exhibición de la intimidad. Con cerca de 75 años, Picasso sigue luciendo pecho y hasta posa en calzoncillos. Usa el sombrero vaquero, la capa, la montera, la pistola, el penacho indio, la toca romana, la máscara de minotauro y de payaso para metamorfosearse en otros personajes. Pierde por completo la vergüenza. Da acceso a un jovencísimo Lucien Clergue, cuyo fondo de casi 600 fotos compró el Museu Picasso de Barcelona en 2016, y a Douglas Duncan, que acumuló, obsesivamente, miles. Curioso: apenas hablaban, confesó. Solo mariposeaba a su alrededor, intentando no molestarle.
Pero también se deja retratar en esa década por fotógrafos prestigiosos que crean imponentes efigies: Arnold Newman, Bill Brandt (para Harper’s Bazaar) que se coló en su casa con unos médicos, o Irving Penn (para Vogue), que lo emboza para destacar su famosa mirada matadora. Para que vean hasta qué punto se interesaba el público por la vida de Picasso: en 1948, Penn había viajado por encargo de la misma revista a Barcelona para seguir sus pasos juveniles en la ciudad. Picasso memorabilia... se leía en el titular. Ya en 1958 le retrata Richard Avedon, mirando al cielo como un santo, y Leopoldo Pomés, único español destacable –complicado celebrar a Picasso en España, por su militancia comunista– en este breve recorrido.
El último documentalista de lo artístico y, sobre todo, lo personal fue el argentino Roberto Otero, a quien dedica ahora una exposición el Museo Picasso de Málaga, que adquirió su fondo (más de 1.500 imágenes) en 2005. Desde 1961, en Mougins, acompaña a un Picasso menos perseguido por los medios y que ya no es un referente para artistas e intelectuales. Él si conversa, mucho, con Picasso (como hizo Brassaï) y recoge esas charlas en cuadernos que también conserva el museo.
En 1968 Life le consagró todavía un número especial, doble (con portada de Doisneau). Y cuando murió en 1973, los medios de todo el mundo reaccionaron como si se hubiera ido un monarca reinante.