Decía Victoria Civera en estas páginas que todo es circular. El pensamiento, la vida, la historia, las obras… Las ideas dan vueltas en nuestra cabeza de la misma forma que la ropa se centrifuga en la lavadora, a más o menos velocidad. Estas formas circulares, llevadas al extremo en distintos soportes, son el hilo conductor de la segunda exposición de Mar Reykjavik (Sagunto, 1995), uno de los nombres más interesantes de su generación, en la galería Rosa Santos.
Todo parte de la forma de la rueda que, hecha en madera natural con varetas, a la manera de los maestros falleros, abre el recorrido. Le sigue otra pirueta, Vaca minando un bichito (2023), un espléndido ejemplo de cine expandido en el que una película super 8 se despliega sobre una peana, enrollada en tres ruedas. Salta a varias cajas de luz en las que, a su lado, se amplían los fotogramas. Entrecruza así lo audiovisual (hay también una proyección en la planta baja), la acción y la instalación, y una serie de temas–la adolescencia, la tecnología, el baile...– que tienen al cuerpo en su centro.
Trabaja también desde el cuerpo, lo performativo y la tradición local Verónica Moar (A Coruña, 1978) en la galería Ponce + Robles, atenta al paisaje atlántico, en el que ha crecido, y al oficio de la pesca. En El siempre mar hay boyas traídas del océano, y otras fabricadas por la artista, maderas varadas, una fuente en la que cae, paciente, una gota –subrayando el factor del tiempo– y, sobre todo, cerámica con forma de cantos, esferas y rocas en equilibrio.
Ceramista de formación, Moar hace que nos cuestionemos, una vez más, esa vieja distinción entre arte y artesanía. ¿Lo más interesante? La performance con la que activó todas estas piezas el día de la inauguración y que se muestra ahora en un vídeo. En él se contorsiona, emulando los movimientos del mar, hace sonidos con la boca y arrastra desde la calle un barreño con agua. Vestida con cangrejeras, todos los elementos tienen aquí su razón de ser.
Da muchas pistas de lo que sucede en el estudio Irene González (Málaga, 1988) mezclando realidad y ficción en sus característicos dibujos en blanco y negro. En Lo personal y lo lejano sitúa en la galería Silvestre una réplica exacta de la tarima del suelo de su taller y muestra, a través de sus obras, lo que sucede en este espacio de trabajo. Pega imágenes en las paredes con cinta carrocera, que muchas veces dejan marcas de luz al retirarlas, y son muchas las resonancias románticas, empezando por los temas a los que recurre: la infancia, los peinados, los detalles de vestimentas.
No enseña la imagen al completo, solo los detalles que le interesan, y abre su iconografía a los textiles de estampas japonesas. Junto a estos encuadres imposibles, hechos con una técnica escrupulosa, pone al límite las dos dimensiones del papel. Lo cuelga con poca sujeción para que fluya, lo dobla dentro de trampantojos y hasta lo convierte en escultura.