Enamorarse es un acto de magia y la fotografía también lo es. En 1952, Paolo di Paolo (1925-2023) se enamoró de una Leica III C expuesta en un escaparate y no tuvo más remedio que abandonar sus estudios de filosofía. Con ella, comenzó una relación de más de una década, con la que reflejó una Italia en plena reconstrucción tras la guerra y con la que perpetuó el espíritu de esa Dolce Vita inventada por Fellini.
“No fuimos infelices durante el fascismo, para ser infeliz primero había que haber conocido la felicidad en primer lugar”, afirmó Di Paolo en el documental que el fotógrafo Bruce Weber dedicó a la vida del artista. Ajenos a la literatura de Thomas Mann, a la música rock estadounidense y a la cultura en general, Paolo creció en un país en el que era imprescindible la capacidad de soñar despierto, disociar de una realidad opresora y encontrar refugio en los destellos de belleza que la cotidianidad pudiese ofrecer.
Sin embargo, fue trabajo de Paolo, y coetáneos como Tonny Vaccaro, mostrar a los italianos el renacimiento de su nación a través de sus reportajes fotográficos en Il Mondo. La Italia rural, pobre y neorrealista de Visconti y Antonioni se plasmó en esta revista creada por Mario Pannunzio, en la que no se publicaban fotografías, se publicaban historias. En ellas aparecían hombres, mujeres y niños que, despojados de cualquier rastro de glamour, suponían una mirada al pasado, pero también al futuro.
Al fotografiarlos, Di Paolo se reconocía en aquellos ojos llenos de dolor y esperanza. Por lo que, cuando tuvo la oportunidad de huir y dedicarse plenamente a la dulce vida, no dudó en hacerlo. Como cuenta el propio artista en El tesoro de su juventud. Las fotografías de Paolo Di Paolo (Bruce Weber, 2021), comenzar a retratar el mundo de los artistas fue una forma de “evolucionar espiritualmente” y de encontrar la verdadera felicidad. La fotografía es una relación entre dos personas: el fotógrafo y su modelo. El éxito de Di Paolo reside justamente en la delicadeza y empatía con la que cuidó ese vínculo en cada fotografía que tomó. Actrices y actores como Anna Magnani, Monica Vitti, Brigitte Bardot, Claudia Cardinale, Gina Llobrigida, Sophia Loren, Luchino Visconti o Marcello Mastroianni dejaron en sus manos su vida privada, convirtiéndose en un paparazzi privilegiado de la alta sociedad italiana de los años 50 y 60.
En 1968, Di Paolo se desenamoró de su cámara. El periódico Il Mondo cerró, también otra de las revistas en las que colaboraba, Il Tempo Illustrato. Comenzaba ya entonces un cambio de paradigma en la prensa italiana del que Di Paolo no se sentía parte. La intimidad y cercanía de sus retratos resultaba inocente y anticuada. Su trabajo quedó sepultado por el propio deseo del artista. Aunque su archivo era demasiado grande como para no ser descubierto. Primero lo hizo su hija Silvia, a la que había ocultado su anterior oficio, al encontrar más de 250.000 negativos, hojas de contactos, copias y diapositivas. Después por Bruce Weber y más tarde por Alessandro Michele, exdirector creativo de Gucci y Pierpaolo Piccioli, director creativo de Valentino.
Paolo Di Paolo era de los que creía que las fotografías no debían ser bonitas, debían ser buenas. Se tomó muy en serio el concepto de belleza no en el sentido visual, sino en el emocional. Por eso, su obra, a pesar de poseer un claro componente estético, supera con creces la superficialidad. Él tuvo ese don, el de crear fotografías que recogen los retazos felices de esa tierra, Italia, que alberga la majestuosidad de la magia y el mito.