Repipi, empalagoso, finolis; ser cursi siempre ha estado ligado a lo peyorativo y lo ridículo, y quienes son catalogados con esa etiqueta están poco acostumbrados a recibir halagos. Eso no ha impedido a Sergio Rubira, profesor de Historia del Arte en la UCM, a comisariar una oda a la cursilería en pleno centro de Madrid.



La exposición ‘Elogio a lo cursi’, acogida en el espacio CentroCentro, hace un recorrido por la genealogía del término en nuestro país, prácticamente olvidada, a través de más de 100 objetos decorativos, mobiliario, publicaciones, fotografías y obras de arte, patrimonio de museos municipales, como el Museo de Historia de Madrid, Museo de Arte Contemporáneo, Museo del Romanticismo o el Museo de Artes Decorativas, entre otros. 

La muestra surge a raíz del trabajo de Rubira sobre los dandys del siglo XIX; investigando sobre esta clase media-alta de hombres elegantes y refinados, acabó topándose con otra clase muy diferente: los cursis. Proletarios que intentaban imitar las formas de la burguesía, representando muy bien ese “quiero y no puedo”, al aspirar a colocarse socialmente.

Aún así, cuenta Rubira, su presencia tiene mucha relación respecto a la ruptura de las normas de clase y de género que comenzaron a gestarse en esa época. La exposición busca poner en valor su complejidad histórica y quitarle a lo cursi el adjetivo de frívolo. “Alguien me preguntaba que por qué Tierno Galván escribía sobre lo cursi cuando él se dedicaba a la política. Y es que en el siglo XIX ser cursi era una cuestión política”, asegura. 

Cuadro del pintor Nazario parte de la exposición (1998).

Por otro lado, hay quienes consideran que procede de la leyenda de dos hermanas francesas que vivían en Cádiz, “las Sicur”. Jóvenes de finales del siglo XVIII y principios del XIX que tomaron la moda francesa como referente y se preocupaban en exceso por la estética. Al morir su padre, estas petimetres no podían costearse ostentosos vestidos, por lo que sus ropajes pasaron a estar llenos de remiendos y pasados de moda. A partir de entonces, las hermanas fueron ridiculizadas por el resto de la ciudad, y con ellas surgió el arquetipo de “solterona” de la época.

Para Rubira, que forma parte del comité de adquisiciones del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, “el siglo XIX español es cursi porque es una imitación de lo francés, pero degradado”, ya que, en ese momento, muchos artistas españoles viajaron a Francia e intentaron (sin mucho éxito) importar el gusto refinado parisino. Pero de estas lechuguinas y lechuguinos también nació un movimiento contrario al manierismo francés, el majismo, que acogió a esos aristócratas castizos que copiaban a las clases populares para posicionarse en contra del afrancesamiento de la moda. 

Sea como sea, el concepto ha ido evolucionando. Desde considerarse “una enfermedad de origen público”, por el escritor Ramón Ortega y Frías (1825-1883), quien no dudó en catalogarlo como una violenta forma de luchar contra la estratificación social; a asegurar que era “un mero problema estético y una excesiva necesidad de mantener las apariencias”, como afirmó el también escritor, Juan Valera (1824-1905).

En el siglo XX, con la publicación de La de Bringas de Benito Pérez Galdós, que cuenta la historia de una especie de Madame Bovary española; el estreno de la comedia Lo cursi (1901) de Jacinto Benavente o Doña Rosita la soltera, de Lorca, la cursilería queda cada vez más arraigada al género fememino. Sin embargo, todas las mujeres de estas obras se caracterizan por romper con las normas de su época. 

Grupo escultórico, Siglo XIX. Museo Nacional de Artes Decorativas, Madrid.

La muestra, dividida en dos salas, está conectada a través de un pequeño salón, donde el espíritu de Luis XVI se apodera de su mobiliario, y sirve para mostrar esa idea del siglo XIX de convertir cada casa en un palacio. A pesar de esa mínima ruptura, en ambas salas sobrevuelan los mismos motivos visuales. Los pájaros, los gatos, el color azul celeste, la porcelana y las flores son algunas de las “cursiladas” que se repiten tanto en los cuadros de Luis de Madrazo, como Maria Teresa con una tórtola (1880), en la naturaleza muerta de Nazario, en la literatura sentimental de Corín Tellado, los cuadros de luto con cabello humano o en algunos de los objetos que adornaban el despacho de Ramón Gómez de la Serna. 

“En lo cursi será en lo único en que no hubo crueldad, lo único que no pretendió la desconceptuación del mundo. Nos alejamos de saber morir cuando nos alejamos demasiado de lo cursi”, Ramón Gómez de la Serna

Cuesta imaginarse el lugar de trabajo del escritor decorado con un gato de porcelana, propio de un meme de Internet, un gran jarrón amarillo en forma de cornucopia o miniaturas de parejas enamoradas. Aunque, en realidad, Gómez de la Serna, junto con Ortega y Gasset, fue uno de los grandes pensadores sobre el tema. La exposición dedica una pared entera a su figura en la que aparecen tanto su libro El Rastro (1910) o el Ensayo sobre lo cursi (1934), donde reflexiona sobre el término, cataloga la existencia de un cursi bueno y otro malo. 

El escritor, que creyó firmemente que lo cursi tuvo su origen en el barroco, consideró que su aparición fue por un deseo humano de crear “un microcosmos de su casa”, pero reivindicó la intimidad y la ética de esta estética. Fue gracias a personalidades como la suya que, a partir de 1940, lo cursi dejase de considerarse como una amenaza social y se viese más como un simple ápice de esperanza inofensiva y necesaria en momentos difíciles.



“En lo cursi será en lo único en que no hubo crueldad, lo único que no pretendió la desconceptuación del mundo. Nos alejamos de saber morir cuando nos alejamos demasiado de lo cursi”, aseguró Gómez de la Serna. Una concepción que humaniza y resta superficialidad a un término que entre tanto cinismo, inevitablemente gana cada vez más adeptos.