A veces hay que contar una historia pasada para explicar imágenes con las que convivimos todos los días. A fines del siglo XIX el doctor Jean-Martin Charcot creó una serie de fotografías y documentación de las mujeres alojadas en el sanatorio francés de Salpêtrière que sufrían diferentes tipos de crisis nerviosas.
Apoyaba así su teoría sobre la histeria como manifestación femenina. En realidad, muchas de ellas estaban internadas porque simplemente eran molestas o no encajaban en los estereotipos burgueses de esposas, hijas y madres, calladas y comportadas.
En aquella época los estudios científicos, como los psicológicos o antropológicos, usaban aproximaciones desde el campo estético, de la fotografía a la escultura. Las catalogaciones de síntomas y tipologías físicas gozaron de gran popularidad y éxito, las del propio Charcot o las de Cesare Lombroso –La mujer delincuente. La prostituta y la mujer normal– fundamentales para la criminología, pero también para las ideologías fascistas.
Este imaginario iconográfico fue habitual en prensa y revistas, pero también en museos de curiosidades y espectáculos circenses. Atracción y repulsión se unían en las miradas del público. Entre otros, los artistas surrealistas que, buscando la transgresión de los buenos modales, adoptaron la gestualidad exacerbada inventada por la medicina como la proyección inconsciente y onírica de la mujer deseante y deseable. Lo que unos calificaban de enfermedad, ellos lo llamaron “expresión poética”.
Es deliberadamente una exposición sin mujeres artistas, ya que solo somos visibles como observadas
De esta manera, las mujeres levitamos, nos arqueamos, ponemos los ojos en blanco, gemimos ante la mirada masculina, en un caso para invalidar nuestra racionalidad, en otro como objeto de deseo. Muchos pensarán que esta afirmación es exagerada o que generaliza algunas manifestaciones marginales. Por ello, les invito a ver la exposición que la investigadora Pilar Soler Montes ha organizado partiendo de la colección de fotografía surrealista del TEA de Tenerife.
A partir de estos fondos, y en diálogo con ediciones de otras instituciones, se muestra el origen de este modelo en el que los cuerpos femeninos se parten y se juzgan, y, después, se repiten y se serializan. Cuatro pasos que se cuentan en cada una de las salas, con los gestos y dispositivos precisos para enfatizar la construcción hegemónica de los estereotipos normativos y moralizantes sobre lo femenino, así como la elaboración y consumo de su imagen.
Tras atravesar una cortina teatral, entrada a “el mayor espectáculo del mundo”, nos encontramos ante la creación de ese nuevo objeto, basado en una visión de la paciente como no humano y la fijación de sus partes como elementos significantes de su estado degenerado: la sucesión de fotos científicas de Charcot y su reivindicación en publicaciones surrealistas.
Con la cosificación que permite la otredad, el cuerpo se puede mutilar, mostrar por partes y recomponer en maniquíes, en juguetes caprichosos que inventando la enajenación de la mujer buscan satisfacer, en una operación perversa, el éxtasis masculino.
[El museo fantasmal de la fotografía, en el instante decisivo]
La segunda sala, con una simulación de un anfiteatro para lecciones de anatomía –uno de los lugares de afirmación de la taxonomía ilustrada y referente de una arquitectura de opresión– expone dos obras fundamentales de la apropiación y descontextualización erótica de la imagen de la histérica en la tradición surrealista, ambas de 1934: Une semaine de bonté ou les sept éléments capitaux de Marx Ernst –con escenas también sacadas de la explotación del imaginario de su pareja, Leonora Carrington– y la serie de los diez mandamientos (capitalistas) de Josep Renau.
La exposición continúa con una selección abrumadora de una treintena de fotografías, datadas entre las décadas de los 1920 y los 2000, que levitan literalmente sobre los muros, como muchas de sus protagonistas. Reafirman casi un siglo de la repetición de este estereotipo. Por último, encontramos la criminalización y la teatralización del gesto: de los catálogos de delincuentes a las lecciones teatrales.
Lo interesante de la revisión en clave feminista de esta muestra es que remite a la discusión de la naturaleza de la imagen y sus génesis culturales (como se hace también en la programación de La Virreina de Barcelona o en los proyectos comisariados por el fotógrafo Jorge Ribalta en el Reina Sofía).
Es deliberadamente una exposición sin mujeres artistas, ya que solo somos visibles como observadas. El TEA se ha caracterizado en los últimos años por cuestionar los mitos propios, como el de la relación isleña con el surrealismo tras la breve visita de Breton.
Las colecciones que heredamos, casi sin mujeres, al igual que las historias que se exponen, son en sí elementos de un mapa en el que se establece nuestro imaginario visual. Siempre es bueno revisarlos, sobre todo para entender quién usa y muestra los cuerpos y qué poder se les otorga a estos cuerpos y a sus imágenes.