Hay una luz que solo enciende el cuerpo. Lo saben bien las mujeres de Edward Hopper (Nueva York, 1882-1967), que en los cuadros del pintor norteamericano desprenden un aire expectante, como si estuvieran esperando que ocurriera algo extraordinario. Los personajes femeninos de obras como Summertime (1943) o Summer Evening (1947), cuerpos deseables y deseantes, se mueven en un delicado equilibrio entre la lucidez y los sueños, apuestan por la ilusión y son a la vez conscientes –así lo indica su expresión meditativa– de la posibilidad del fracaso.
“En términos generales, el arte es el esfuerzo de uno por comunicar a otros su propia reacción emocional ante la vida y el mundo”, escribe Hopper. Sus reflexiones sobre la pintura se articulan en torno a unos núcleos de irradiación bien claros: vida, mundo, imaginación. “El gran arte es la manifestación externa de la vida interior del artista, y esa vida interior es lo que determinará su visión particular del mundo”, apunta, estableciendo un peculiar contraste entre “invención”, ligada al predominio del intelecto, e “imaginación”, que funde emoción y pensamiento: “Por más capacidad de invención que se tenga, esta no podrá reemplazar nunca el elemento esencial de la imaginación”.
¿Qué espera en ‘Summertime’ la mujer de labios rojísimos, melena bien peinada que desprende fuego, apoyada en la columna de piedra?
Se ha afirmado en varias ocasiones que Hopper es un pintor muy narrativo. Lo cierto es que sus cuadros invitan precisamente a la imaginación narrativa, a mirarlos como historias. ¿Qué espera en Summertime la mujer de labios rojísimos, melena bien peinada pero que desprende fuego, sombrero de paja y vestido blanco entallado y trasparente, apoyada en la columna de piedra? ¿Qué intimidad permiten imaginar las dos ventanas iluminadas por un sol fuerte, una con las cortinas cerradas y quietas y la otra con las cortinas ondeantes, movidas por un viento que es a la vez externo e interior, el viento de la ciudad y el de nuestros deseos, sueños y frustraciones?
No sabemos si la mujer espera a alguien o algo, a un amante o un acontecimiento decisivo, pero su postura lánguida y a la vez sobria, la luz que oculta sus ojos y pone en evidencia sus labios, la cortina que ondea en clara correspondencia con el vestido, ambos blancos, articulan una escena urbana al mismo tiempo sensual, contenida, honda y misteriosa.
La mujer está en el último escalón del edificio de piedra, en la encrucijada entre dos espacios, el de la casa y el de la calle que se abre delante de ella, iluminada por una luz contundente, una de estas luces que nos muestran nuestro interior como si del mapa de una ciudad se tratara, con sus arterias, sus construcciones, sus esquinas, su trazado ordenado o caótico de anhelos y fracasos.
[Georgia O’Keeffe, un fantasma en el desierto]
El historiador del arte Ivo Kranzfelder señala que el contraste entre la ciudad y el campo es una constante en la vida de Hopper que, junto con su mujer, la también pintora Josephine Verstille, vivía en Nueva York y pasaba los veranos en una casa-estudio que se construyó en 1934 en una colina en South Truro, Massachusets, frente a la bahía de Cape Cod.
El imaginario afectivo de los cuadros de Hopper podría dividirse entre el pulso urbano de la gran ciudad y el estallido de la naturaleza. Ambos confluyen en la construcción de intimidades narrativas, de historias cuyo curso se amolda tanto al escenario citadino como a la explosión de un paisaje natural indómito. Pienso en la mujer que en Cape Cod Morning se asoma a la ventana con gesto de animal a punto de saltar, anhelante, como si al contemplar el bosque que ondea al viento quisiera ella también ser el bosque, convocar formas de intensidad en su vida.
El contrapunto natural a Summertime podría ser Summer Evening. En los cuadernos de Hopper (en los que Josephine colaboraba activamente), anota sobre este cuadro: “Ella está siendo pedida en matrimonio”. La luz se concentra en los cuerpos que resaltan contra el fondo nocturno y sobre todo en la postura sensual y al mismo tiempo reflexiva de la mujer. Quisiéramos saber qué piensa, qué ve, qué vida imagina –o no– junto al hombre que le habla muy cerca y cuyo rostro observamos de perfil.
La ventana abierta deja adivinar una luz íntima, un vuelo cálido de la cortina. La mujer desearía una vida así, cálida, hospitalaria, una sabia mezcla de lujuria y ternura, pero seguramente sepa o intuya que los objetos con el tiempo pueden irradiar el mismo aliento desolado y tenso de una intimidad que ha fracasado. No hay nada tan rotundo como un cuerpo o como una noche de verano con el mar muy cerca.
La soledad marina
A Hopper le fascinó siempre el mar. Pasó su infancia junto al río Hudson, en Nueva York y, años después, se construyó con su mujer una casa-estudio frente a la bahía de Cape Cod. Allí se regocijó en las vistas con una paleta vibrante que recogía el cielo azul y los matices de esa luz intensa del verano reflejada en el mar.
No pudo, sin embargo, huir de sí mismo ni de sus personajes solitarios e incomunicados. En esta escena de Ground Swell el peligro acecha en esa boya sobre una ola hacia la que todos dirigen sus miradas.