En los prealpes de Suiza los ganaderos laboran estos días en la siega de unos campos verdes, verdes, verdes… de postal. La fragancia clorofílica de la hierba cortada invade el aire en los caminos y en los pueblos. Así ocurre en Rossinière, pequeña población del Pays-d'Enhaut, distrito del cantón de Vaud. En Rossinière se yergue el Grand Chalet. Según parece, es de una de las casas de estilo tradicional, de madera, más grandes de toda Suiza. Data del siglo XVIII.
Bajo las cuatro plantas de ventanas de una fachada añosa, venerable, con algo de casco de viejo buque, llena de inscripciones, tallados y detallitos pastorales helvéticos, la menuda condesa Setsuko Klossowski de Rola abre una puerta principal sencilla, mediana. La diestra artista aristócrata nos recibe, amabilísimamente, vestida con prendas de su Japón natal. Ella es la viuda del legendario pintor Balthasar Kłossowski de Rola (1908-2001), más conocido como Balthus.
—¡Es un edificio magnífico, madame Setsuko!— La condesa asiente gentilmente y me da la mano. Las emanaciones de los pastos rasurados del estío prealpino inspiran al visitante, que porta en la memoria de las lánguidas figuras del conde Balthus vistas en museos o en Internet.
Segundos después, hemos penetrado en el interior del Grand Chalet. Ha sido como peregrinar al corazón de una sequoia. Estamos sentados tranquilamente ante un ventanal. Bebemos té hojicha la condesa y yo. La excelente anfitriona también me ha preparado dos trozos de tarta, que descansan sobre un platito delicado. Ella me promete que, después de charlar, visitaremos el estudio de Balthus. Lo conserva intacto, como por sortilegio.
—En Roma, Balthus y yo vivíamos en la Villa Médici. Balthus estaba a cargo de la Academia Francesa en Roma. [André] Malraux [ministro de Cultura] le había llamado para que ocupara ese cargo. Cuando en 1977 nos vinimos a vivir aquí, yo me sentía en un entorno más familiar… en una casa de madera. El Grand Chalet me recordaba a una casa tradicional de Japón.
La condesa me habla sobre la pintura de Balthus. Demuestra un considerable conocimiento técnico. La dueña del Grand Chalet es pintora y escultora. Estos días, hasta el 10 de septiembre, en la galería Gagosian de la bella Gstaad, cerca de la bella Rossinière, madame Setsuko expone sus óleos domésticos, con frutos y gatos, pintados en los 60, así como sus esculturas arborescentes, de bronce o terracota, producidas hace bien poco. Esto se puede ver en la muestra Into the nature.
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De lejos y del pasado
Dedicamos un tiempo a beber el té japonés y a discurrir en francés sobre el misterio de Balthus, entre el simbolismo y el quattrocento; él fue un artista que tuvo el empeño de combinar ese Eros pubescente con un muy particular tedio dominical. En concreto, tengo en mente el cuadro Paseo del comercio de Saint-André (1952-1954) ante el que me pude detener un rato, días antes de encontrarme con Setsuko, en la Fundación Beyeler, en Basilea. El cuadro describe un exterior en el que figuras pintorescas pululan por un entorno como de teatro. Es un óleo de gran tamaño, que impresiona, no se sabe bien por qué.
—El estilo de Balthus es un estilo que viene muy de lejos y del pasado— considea madame Setsuko.— Piense que, además, él pinta en una época en la que todo el mundo artístico va corriendo hacia la abstracción... Balthus, no.
Después, la condesa me enseña la colección de muñecas hechas artesanalmente por ella. Casi todas: hay una que fue creada por el célebre escultor suizo Alberto Giacometti. Después, nos movemos a un pasillo también de madera (siempre de madera) y ella toma un abrigo para ponerse por encima del kimono, y salimos de la mansión para penetrar, a continuación, en el sencillo edificio blanco encalado de enfrente.
Allí encontramos el atelier donde el genio trabajaba desde el año 77 hasta el siglo XXI, sólo con luz solar. Allí, me cuenta madame Setsuko, se hallaba Balthus en los últimos momentos de su larga existencia. Allí se pueden encontrar también los últimos cigarros que este fumó. Está también el olor de la pintura, que persevera contra el tiempo. La condesa lo dejó todo exactamente como estaba. Es el sortilegio, como de cuento folclórico mágico no sé si japonés o suizo, de madame Setsuko. También veo un retrato del amigo Giacometti.
—¡En mi vida he visto a Balthus discutir tan apasionadamente como con Giacometti…!— recuerda.
Enigma en la Capilla Balthus
En un momento dado, madame Setsuko me pregunta si he visto ya la Capilla Balthus. He estado en la Capilla Balthus, en efecto. A unos 300 metros del Grand Chalet se encuentra, además de la tumba del pintor, un pequeño templo consagrado a su memoria. La Capilla Balthus se anuncia en un cartel a los coches que atraviesan Rossinière. Como las capillas religiosas, ésta de Balthus cuenta con bancos de madera para los fieles. Los asientos están dispuestos en diferentes filas de cara a un lienzo oscuro. Es una tela de gran tamaño que, con la baja luz del lugar, parece negra como la pez. Aquello me había recordado a la Capilla Rothko, de Texas (aunque nunca he estado allí). Le participo a mi anfitriona esta impresión:
—Ese lienzo no es negro. Es color brick— corrige ella, con cortesía, mi falta de rigor.
En la Capilla Balthus también hay filmes que se proyectan sobre la mencionada superficie rectangular marrón oscuro, o brick, aunque para mí negra. Uno de estos documentales sobre el pintor, dirigido por Wim Wenders, habla sobre el lienzo en cuestión. Al parecer, Balthus se llevó aquel gran cuadro vacío por sus diferentes hogares: en el castillo de Chassy, primero, en los 50; en Roma, después, en los 60 y 70; y, finalmente, en la bella Rossinière, del 77 en adelante.
En voz en off, el propio Wenders se pregunta por el motivo de esta obsesión de Balthus con el voluminoso cuadro oscuro. Wenders observa que en el lienzo hay marcas: se trata de líneas rectas que, según parece, corresponden con el Paseo del comercio de Saint-André. Estas parecen un esquema de marcas con miras a un trabajo que, aunque acariciado, a la postre, jamás se realizó. Así, Wenders especula sobre la posibilidad de que Balthus estuviera buscando el momento de repetir su obra maestra del 52-54, que hoy admiramos en la Beyeler.
—Parece que Balthus ha tenido la intención de rehacer aquel cuadro, sí— considera madame Setsuko, siguiendo la conclusión de su amigo el director de cine alemán.
Quizá alterado por el intenso efluvio vegetal de los céspedes que respiro, en la tibieza de la soleada tarde de agosto en torno a Rossinière, disfruto la idea de un Balthus que viaja, de palacio en palacio, con un inmenso cuadro oscuro. Esto es casi tan misterioso como aquel personaje de Poe que viajaba con una pesada caja oblonga donde guardaba un cadáver. ¿Qué de invisible y acaso imposible podía atisbar el pintor sobre aquella superficie homogénea? ¿Qué paisajes interiores, qué languideces delicadas imaginaba sobre ese vacío de noche sin luna ni galaxias ni lumbre astral: esa noche brick?
Recuerdo la enigmática sentencia de madame Setsuko:"Viene de muy lejos y del pasado remoto". Como una puerta oscura que da a una dimensión desconocida, yo encontré en el lienzo-enigma de la Capilla Balthus, entre verduras suizas, no tanto un esbozo, como dice Wenders, sino un portón abierto a lo remoto. Intacta, congelada quimera, como las colillas balthusianas del taller que la exquisita madame Setsuko conserva con un amor que desafía al tiempo y a la muerte.