Hagamos un poco de Historia. Los judíos, que estaban en Iberia antes de la llegada de Roma, fueron bien tolerados por el Imperio. Tras las persecuciones promovidas por los reyes visigodos, la situación cambió con la llegada de los musulmanes, que respetaron sus creencias, aunque fueron discriminados desde el punto de vista social y fiscal. Mitología buenista aparte, al final de la Edad Media la interculturalidad era un hecho.
El rey Fernando III el Santo, tras la toma de Sevilla (1248), se autotitulaba “Rey de tres religiones”. Trasmisores de la cultura árabe, los judíos fueron claves para esa recopilación del saber humano emprendida por Alfonso X, cuya faceta más conocida fue la Escuela de Traductores de Toledo (buenismo es pensar que no había enfrentamientos y que convivían en pie de igualdad).
Los judíos tenían un papel muy importante en la medicina (no hubo médico real que no fuera judío) y como prestamistas, ya que la Iglesia había prohibido el préstamo con usura entre cristianos.
Su destino empezó a torcerse trágicamente a finales del siglo XIV, con el empobrecimiento que siguió a la Peste Negra y la guerra civil castellana. La llama del antisemitismo, enarbolada por algunos predicadores, prendió en Sevilla y se extendió por la Corona de Castilla y luego por la de Aragón y como consecuencia, juderías enteras fueron arrasadas. Ellos asesinados y ellas vendidas como esclavas, el bautismo era la única vía de salvación.
En los años posteriores la presión no aminoró: se promulgaron toda una serie de leyes antijudías (obligación de dejarse barba, de llevar un distintivo rojo, prohibición de poseer el Talmud, cierre de sinagogas…).
El resultado fue que a lo largo del siglo XV la mitad de los judíos peninsulares se habían bautizado. Pero sabido lo forzado de su decisión, esos más de cien mil judeoconversos suscitaron siempre sospechas de practicar en secreto la ley de Moisés.
Para perseguirlos e integrarlos en la Fe, los Reyes Católicos solicitaron del Papa en 1478 la creación de la Inquisición. Pero después, en 1492, los monarcas tomaron una decisión radical. Con el objetivo de lograr la unidad religiosa en sus Estados, firmaron el decreto de expulsión: se dio un plazo de cuatro meses para que los judíos o bien se bautizaran o bien salieran de España.
Al final de la Edad Media la interculturalidad era un hecho y el rey Fernando III el Santo se autotitulaba “Rey de tres religiones”
A pesar del dolor y el infortunio que suponía, una buena parte de la población judía optó por lo segundo, entre 70.000 y 100.000 personas. La brutalidad de la medida (que supuso un descalabro económico colosal para el nuevo Estado) no era una excepción en la época. De hecho, lo mismo se había hecho un siglo antes en Francia y dos siglos antes en Inglaterra. Los exiliados se llamaron a sí mismos sefardíes, como hijos que eran de Sefarad.
La exposición El espejo perdido del Museo del Prado es el retrato de los judíos y los conversos construido por los cristianos en España, entre 1285 y 1492. Conviene señalar que apenas nos muestra a judíos de carne y hueso, sino la imagen que de ellos concibieron los cristianos.
Y es importante darse cuenta de hasta qué punto la imagen crea realidad, hasta qué punto antes y ahora las imágenes no son nunca neutrales y se pueden instrumentalizar para diversos fines.
Podríamos simplificar los apartados de esta muestra, en la que abundan junto con los cuadros los códices iluminados, en cuatro: La imagen estigmatizadora del judío, representando sus comportamientos sacrílegos en relación con el culto o los sacramentos. Las disputas entre la Iglesia y la Sinagoga, sabia una y ciega la otra a las verdades de la Fe. Por cierto, que sobre esta cuestión versa una obra de apabullante belleza, La Fuente de la Vida, del taller de Jan van Eyck (1430).
Otros dos temas son las imágenes de veneración, que a partir de las persecuciones de 1440 muchos conversos decidieron encargar o conservar en sus hogares como prueba visible de la sinceridad de su conversión. Aquí destacan el Cristo Varón de Dolores (h. 1500), de Sánchez de San Román, y el terrorífico Cristo crucificado (1488) de Gil de Siloé.
Y por último, algunas pocas representaciones de las escenografías de la Inquisición, como el Auto de fe presidido por Santo Domingo de Guzmán (1491), de Pedro Berruguete. No es esta una exposición que destaque por la excelencia de sus obras, aunque algunas son excelentes, pero sí interesantísima por la luz que arroja sobre zonas de nuestro pasado que no conocemos o no queremos conocer.
Florecer en Al-Ándalus
Hay una imagen muy atractiva entre los materiales que ha reunido el Centro Sefarad-Israel en la exposición La Edad de Oro de los judíos de Alandalús que muestra a un estudioso de finales del siglo XIX, vestido de traje, rodeado de enormes cajas llenas de legajos.
Es el rabino y académico Solomon Schechter trabajando en la Biblioteca de la Universidad de Cambridge, en 1898, con los documentos descubiertos por las gemelas Agnes Lewis y Margaret en un viaje a Egipto dos años antes.
Todos estos materiales habían permanecido guardados más de 1.000 años en la guenizá –el espacio reservado para depositar documentos hebreos en desuso– de la sinagoga de Ben Ezra en El Cairo.
Se trataba de nada menos que 200.000 manuscritos –cartas, contratos, testamentos…– que ofrecen mucha información sobre la vida de los judíos en Al-Ándalus y que supone el punto de partida del recorrido que traza la exposición entre los siglos X y XII, es decir, de la época visigótica al periodo de florecimiento del Islam, el Califato Omeya de Córdoba, los Reinos de Taifas, el periodo Almorávide y Almohade.
Es el periodo en el que se formaron los núcleos urbanos judíos y se afianzaron sus pilares culturales, la filología, la poesía y la jurisprudencia. Paloma Díaz-Mas también le dedica en su Breve Historia de los judíos en España un capítulo a “Los judíos en Al-Ándalus” en el que explica cómo vivían, igual que los cristianos o mozárabes, bajo el poder musulmán.
Hay datos fascinantes, como que entre los siglos IX y XII toda la población de Lucena (Córdoba) era judía y tenía una academia rabínica importantísima.
Y es, además, un periodo en el que coinciden muchas figuras destacadas e influyentes como el médico Hasday ibn Saprut, en el siglo X, o el filósofo Maimónides, en el XII, al que se dedica, por cierto, un parte importante de la exposición. Luisa Espino