Cuéntenselo a los partidarios de Jair Bolsonaro, que asaltaron la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia la tarde del 8 de enero. Querían protestar por el resultado electoral que daba el poder a Lula da Silva y decidieron, por tanto, apoderarse del Congreso. Sin embargo, era un símbolo vacío; nada contenía el edificio de Oscar Niemeyer. El poder estaba en otra parte, remoto.

Esa distancia la ilustra bien The Sphere, el espacio de eventos que se inauguró en Las Vegas a mitad de año. Pantalla hacia fuera y también hacia adentro, es tan enorme, dicen, que cabría en su interior la Estatua de la Libertad –alguna hay por Las Vegas para comprobarlo–, pero solo vale lo que su contenido previo pago. Un ágora hermética, el paradigma perfecto de la era Netflix.

La obra más significativa del año permanece en el limbo: la Biblioteca Nacional de Israel en Jerusalén, de Herzog & de Meuron.

Con todo, no es que los edificios no puedan hacer nada por nosotros. En nuestro país, algunas iniciativas se orientan hacia el anhelado reequilibrio territorial sin descontar la utilidad de la arquitectura.

Son esfuerzos que abordan el reto energético de la España vacía, caso de las centrales de biomasa que ha empezado a construir en ciudades medianas el estudio madrileño FRPO, o el problema del alojamiento referido a las condiciones materiales del lugar, como el pequeño conjunto de viviendas de Rodrigo Núñez, Nazareth Gutiérrez y Juan Carrascosa en Garralda (Navarra).

Se trata de lecciones, sostenibilidad y adecuación, que conviene repasar de cara a la puesta en marcha de la Ley de Vivienda aprobada el pasado mayo. El (reelecto) presidente Sánchez anunció un plan para crear hasta 43.000 hogares de alquiler público, visto nuestro exiguo porcentaje del 3 %, que el propio mandatario tildó, con razón, de “sonrojante”.

Ante la amenaza de otra burbuja, cantidad antes que calidad, cabe fijarse en las viviendas sociales que los barceloneses MAIO acaban de inaugurar en Sant Feliu de Llobregat: habitaciones intercambiables, espacios comunes atractivos, amplias terrazas. Lo necesario –y hasta lo hedonista– no está reñido con lo sustantivo.

[Reforma y contrarreforma de la arquitectura]

También en 2023 han terminado por ocurrir cosas que parecían haber sucedido hace tiempo. En Madrid, laGalería de Colecciones Reales de Mansilla y Tuñón se abrió a finales de junio, poniendo así punto final a un cuarto de siglo de proceso.

Por su parte, David Chipperfield logró el anhelado Pritzker, en un curso en el que han desaparecido dos de sus más recientes predecesores: 2022 se cerró con la marcha del japonés Arata Isozaki, galardonado en 2019, y en enero nos dejó el indio Balkrishna Doshi, medalla en 2018.

El español Andrés Perea, el italiano Paolo Portoghesi o la francesa Reneé Gailhoustet se suman a este año pródigo en pérdidas, especialmente en lo que a la teoría se refiere: del historiador Jean-Louis Cohen a Marc Augé, el pensador de los no-lugares.

En septiembre, la mezquita almohade de Tinmel, con un milenio de historia, quedó arruinada en poco segundos a cuenta del trágico terremoto de Marruecos.

Ante la amenaza de otra burbuja, cabe fijarse en las viviendas sociales que los barceloneses MAIO acaban de inaugurar en Sant Feliu de Llobregat

Aun así, quizá la obra más significativa del año ni ha abierto su tiempo ni lo ha cerrado, sino que permanece en el limbo: la Biblioteca Nacional de Israel en Jerusalén, de Herzog & de Meuron.

El aura de símbolo cívico de este arca de piedra ha sido puesta en entredicho tras los ataques de Hamás del pasado 7 de octubre y las represalias sobre la Franja de Gaza. ¿Qué cultura cabe entre tanta desolación? La arquitectura, decíamos, va siempre después de la vida, no antes.