El cementerio marino
César Portela ha construido un pequeño cementerio en una loma del Cabo Finisterre, en La Coruña, mirando al mar. Los únicos límites del proyecto han sido los que marcaba la propia naturaleza en este delicado entorno: el cielo, la montaña y el océano. Inspirado por los enterramientos celtas, Portela ha logrado que las cajas de grafito se fundan en el paisaje de la costa gallega, que utiliza y ocupa, transformándolo armónicamente en un espacio perfecto para el reposo y el recuerdo.
La arquitectura de César Portela ofrece una mirada culta y ajena a modas, tomando motivos de la tradición que transforma en esencia de carácter intemporal y simbólico. Como gran conocedor de la cultura gallega, del ancestro y arraigo de algunas costumbres y ritos, el sutil diálogo con la naturaleza y la respetuosa transformación del territorio han sido directrices que Portela mantiene invariantes en todas sus obras. El cementerio de Finisterre es su última obra terminada, y funde con sabiduría algunos postulados del land art con su personal visión poética de la arquitectura, que contrapone los elementos del paisaje para su transformación en un lugar mágico, evocador y sagrado, cercano a la espiritualidad celta que deriva en costumbres funerarias que en Galicia difieren del resto de España.El modo de relacionarnos con el mundo de los muertos ha ido desplazando la intimidad del cementerio a lugares cercados en el recuerdo, relegados a un intercambio simbólico y ritual. César Portela disuelve aquellos límites físicos que han desplazado la memoria funeraria a recintos ajenos a la ciudad, aun con estrecha semejanza al orden de los vivos, y construye un pequeño cementerio en la loma de una colina del Cabo Finisterre, donde acababa el mundo romano, en un lugar de gran belleza paisajística que domina un amplio horizonte. No existen muros ni cerramientos que acoten el espacio reservado al camposanto, ni un soporte pavimentado que delimite el área de intervención. Portela propone una alternativa que contempla los límites que la naturaleza ofrece, -el mar, la montaña, y el cielo- como elementos del recinto arquitectónico creado para proyectar el cementerio y, desde la abstracción como reflejo espiritual de un equilibrio entre el ser humano y el mundo exterior, expresa incertidumbres que trascienden la realidad. El cementerio se desarrolla desde un recorrido que admite espacios donde acampar, reconoce el ámbito en el cual se aloja y habita el límite, exponiendo así la diferencia, la razón y la verdad del mundo creado.
El arquitecto propone un espacio donde la resonancia de la naturaleza reposa en los pliegues de las figuras de piedra, que en trozos lentos se arruinan en ritmos sin forma. Figuras que se entrecortan en el perfil de la montaña y que ofrecen un espacio unitario y diferenciado donde reposan los muertos con la mayor dignidad, y cuyo esquema admite un crecimiento controlado que evite la hacinación de los cementerios convencionales con espacio limitado y cerrado.
La geometría de la roca
Al doblar el camino ya trazado que recorre la colina, la imagen del cementerio desciende por una senda sinuosa desde la montaña hacia el mar, diseminando los bloques con la precisión geométrica de las rocas que, precipitadas por el mar, se ordenan varadas en tierra y ahí permanecen para siempre. La propuesta de Portela completa el paisaje con la inclusión de las cajas de granito que alberga el programa funerario, fundamentando el proyecto con el equilibrio entre éstas y el paisaje transformado armónicamente, motivado por los enterramientos arcaicos celtas, o la Via Sepulcra de Pompeya. La implantación en el lugar muestra la sensibilidad de César Portela por la naturaleza. Sin modificar topográficamente el territorio, lo utiliza y ocupa transformándolo, y en esta ausencia se encuentra el espacio que evoca la memoria y construye la metáfora que desde el mundo de los vivos simboliza la frontera con lo concreto y material.
La última obra de Portela deja una profunda impresión que, lejos de aparecer como un juego de formas y colores, ideas y símbolos, inunda el aire con una especial vibración que corresponde a leyes más profundas que las que pueden controlar los sentidos y que pertenecen directamente a la emoción. El propósito del proyecto ha sido representar el acontecimiento último, y ofrece ese espacio estético que fundamenta la conversión de los elementos de la naturaleza en elementos arquitectónicos. Portela reconoce haber hablado con el mar, y haber entendido que la arquitectura debe prolongarse con el paisaje, e incorporar los objetos que la naturaleza acepta y acoge, ligándolos materialmente a la tierra sin herirla con grandes desmontes, para no profanar el silencio del lugar con la presencia de formas gratuitas u objetos inútiles. Confiesa Portela reconocerse en esta arquitectura desnuda, sencilla, trascendente, ligada a la historia y a la geografía, que busca el encuentro con la cultura y la vida mas allá del tiempo y del lugar donde se produce, y suplica que su arquitectura guste al Cabo de Finisterre, al Monte de O Pindo, a la Isla de Lobería, al mar de adentro y al Mar de Fora, y a los marinos que navegan por esa costa y que entierran allí a sus muertos... y también a éstos, si ello fuera posible.