Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Plaza del mercado de Teruel

La arquitectura escarpa su perfil en busca de nuevas soluciones. Madrid y Teruel inauguran estos días nuevos ejemplos de intervenciones en las que el terreno es protagonista. Conviene preguntarse si estas geologías artificiales, más que un llamativo recurso formal, no serán por fin auténticas construcciones públicas, nuevos espacios emergentes.

En El altar de Gante de Jan Van Eyck, como en otros cuadros de la escuela flamenca, el espectador encuentra, tras los detalles exquisitos, fantásticas incongruencias. Un primer impulso las atribuye a un error del artista, ya que sobre la planicie de los Países Bajos surgen abruptos relieves rocosos. Es de suponer que en lugar de delinear el territorio, Van Eyck prefirió interpretar el horizonte mediante la invención geológica.



Los paisajes del campus de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), en Cantoblanco, y de la Plaza del Mercado de Teruel distan mucho, desde luego, de la planicie holandesa. Con suaves pendientes, se acomodan al paso de los viandantes, a su tránsito lento. Pero en la UAM algo rompe súbitamente la rutina: unos pequeños montículos de colores anaranjados asoman del pavimento, en los márgenes se extiende un gran manto de césped artificial y emergen tres torres de policarbonato. En el coso turolense sucede algo parecido: el terreno se fragmenta en bandas plegadas sobre las que se abre una flor metálica en rojo rabioso. En ambos, la perplejidad es la antesala del descubrimiento; al peatón le cuesta un cierto tiempo percatarse de que, en realidad, está pisando un edificio y ha subido a su cubierta sin querer, sin necesidad de un solo escalón. El relieve aparece en nuestras ciudades como si la naturaleza se hubiera tomado una revancha frente a esas plazas duras con las que nos hemos castigado durante tanto tiempo.



Estos dos proyectos, que abren sus puertas simultáneamente, son a la vez ciudad y paisaje. También sus orígenes datan de eras similares. En Teruel, el equipo formado por MI5 Arquitectos (Manuel Collado y Nacho Martín) y PKMN (Carmelo Rodríguez, David Pérez, Enrique Espinosa y Rocío Pina) ganó en noviembre de 2006 el concurso para la recuperación de una plaza. Sólo unos meses después, en abril de 2007, MTM -la oficina de Javier Fresneda y Javier Sanjuán- se adjudicó la convocatoria de un edificio de servicios universitarios para la Autónoma de Madrid. Y en ambos, el proceso demuestra que lo inesperado tiene premio. La intervención en Teruel, poco más que una ordenación superficial en sus inicios, perforó el terreno hasta convertirse en un centro de ocio con espacios para la escalada, gimnasio, tiendas, cafetería y sala polivalente. En Madrid, el concurso planteaba un auditorio para más de 2.000 personas y usos asociados, que la propuesta transformó en una vaguada artificial, un ágora o Plaza Mayor rodeada de pequeños servicios. Pese a la viveza de sus colores o la singularidad de sus detalles, los dos casos distan de resultar impositivos o demasiado conscientes de sí mismos, para comportarse más próximos a una obra de ingeniería o una infraestructura de vocación urbana.



Parece que las montañas han venido para quedarse. Ábalos y Sentkiewicz están terminando una estación en Logroño que cose dos barrios antes separados por las vías y ofrece un jardín urbano en su cubierta; y Carles Muro y Charmaine Lay un mercado en Inca, Mallorca, sobre cuya cubierta se puede caminar sin obstáculos, como sucede en la celebrada Ópera de Oslo. La erupción de topografías artificiales tiene incluso denominación propia: Stan Allen -decano de Princeton, hasta hace tan solo unas semanas- acuñó en 2011 el término Landform Bulding como título de un libro que oficializa el retorno de los edificios a la tierra, tras décadas de cajas flotantes pudorosamente apoyadas en pilotis.



Más allá de coincidencias o movimientos, tal vez exista un matiz que ayude a explicar la proliferación de relieves construidos. La arquitectura se ha centrado hasta la fecha en el aspecto exterior de edificios que además de ser públicos debían parecerlo: ayuntamientos, bibliotecas, museos, teatros o casas de cultura se ofrecían fuera de su horario de apertura como imponentes muebles urbanos. Pero los tiempos exigen hoy de los arquitectos mucho más que volúmenes simbólicos o fachadas seductoras. Aquí la geología ofrece un extra: un nuevo espacio público por el mismo precio, una recuperación de lo ocupado. La verdadera ley del suelo se nos aparece así más telúrica que económica. Algunos arquitectos, como pintores de paisajes, han descubierto las ventajas de mover montañas, de habitar entre estratos artificiales y de crear escenarios que enriquezcan el relato cotidiano. En las fallas del terreno se oye un rumor: bajo la agitación de la superficie transcurre aún, clandestino, el decurso de lo público.