Vistas de la sla de exposiciones de la 4ª planta.
El imponente Espacio Fundación Telefónica se abre en la mítica sede de la Gran Vía madrileña con tres nuevas exposiciones, cuatro plantas y 6.370 m2. Su objetivo: fusionar las vanguardias históricas y la revolución digital.
La historia de este coloso no se puede contar asociada a un único nombre, sino a multitud de autores: el estudio del norteamericano Lewis S. Weeks esbozó el concepto general; y el madrileño Ignacio de Cárdenas desarrolló el proyecto e incorporó, en la puerta principal a la Gran Vía, unas orejetas más propias del barroco de Pedro de Ribera (un tanto tardío quizá para 1926) que de la metrópoli moderna del siglo XX. Más tarde, las actuaciones de José Luis Fernández del Amo y Andrés Perea, entre muchos otros, siguieron alterando un inmueble que ha peleado para conservar su identidad, pese a la multitud de cambios acumulados a lo largo del tiempo. Quizá el edificio sea un reflejo de la propia compañía, que en esta transición pasó de ser patrimonio público a gigante privado. Siempre alimentada por las Matildes, como se conoce popularmente a sus acciones, comparte ahora su crecimiento y abre su casa al público.
Este cadáver exquisito tiene como último añadido el Espacio Fundación Telefónica: un ámbito cultural de capital privado que se inaugura estos días en pleno centro de la ciudad. Coordinada por Miguel García Alonso de Quanto Arquitectura (QA), la intervención ha contado -como dicta la vida del edificio- con la colaboración de otros agentes: el proyecto de arquitectura de Moneo Brock (autores de la escalera, el rasgo formal más característico); y otros de museografía, como Enrique Bonet y DADA NY. Entre todos han orquestado más de 6.000 metros cuadrados que, repartidos en cuatro plantas, se distribuyen entre áreas expositivas, salas de conferencias o archivos y talleres que albergarán las nuevas ceremonias culturales de este viejo rascacielos castizo.
La remozada fundación se enfrenta a la paradoja de ser un museo en altura, otro modelo norteamericano repetido con frecuencia desde el Guggenheim neoyorquino. La aparente contradicción entre el deambular por las salas expositivas y la disposición vertical llega a buen término en el gran atrio de entrada, que permite apreciar la actuación en su globalidad y separa la piel original del edificio de cada uno de los niveles. Dos elementos de comunicación dirigen el paseo: un ascensor trapezoidal con capacidad para más de sesenta personas (la subida), y una enorme escalera helicoidal que se asoma sobre el vacío del acceso, y se enreda en unos elementos arborescentes de acero corten para estabilizar la fachada exenta (el descenso).
Sin embargo, la intervención respeta lo esencial de la obra original. Mientras que la antigua estructura, cuyos soportes de hierro roblonados quedan a la vista, cobra ahora un merecido protagonismo, el interior, en tonos grises, da un paso atrás y pone en valor el contenedor histórico. Dado lo variado del programa esta neutralidad parece una opción inteligente, ya que aglutina espacios tan distintos como el auditorio -que sigue conservando la forma de hemiciclo previa a la reforma- o el Museo de las Telecomunicaciones.
Para el visitante resulta evidente el despliegue. No se han escatimado medios, incluso en estos tiempos difíciles, y la actuación ha sido veloz. El deambular apresurado, cuando aún se ajustan los últimos detalles, deja una sorpresa inesperada e induce una reflexión: la muestra Vida Artificial augura lo que debería ser la apuesta de futuro para una compañía que quiere situarse en la vanguardia. Ahí, entre máquinas que hacen crecer las plantas, montículos que sudan al tacto o cabezas parlantes, nos preguntamos como serán las próximas vidas de La Telefónica. En esta senda, se adivinan excitantes.