Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Vista aérea de la intervención en Torre Pacheco

La gestión también construye. Martín Lejarraga y su estudio han completado en la localidad de Torre Pacheco, Murcia, toda una serie de intervenciones en las que los presupuestos y los husos horarios son tan importantes como el pavimento o el mobiliario.

Avanzar a tientas tiene sus ventajas. La obligación de desplegar antenas y extraer la máxima información de los estímulos externos puede conducirnos a una reconsideración de las medidas y los contornos de lo conocido y llevarnos por vías imprevisibles, lejos de los dictados de las fórmulas probadas. Aunque no debe tomarse como máxima -los fracasos son más frecuentes que los éxitos, claro-, la agudeza en situaciones repentinas a veces desemboca en arritmias fascinantes. Las ciudades son pródigas en crecimientos sostenidos a lo largo del tiempo que requieren de un ejercicio menos rígido y más afinado. De la habilidad del arquitecto y la sensibilidad del público dependerá su entendimiento, bien como células cancerígenas, bien como injertos fructíferos.



Martín Lejarraga (Bermeo, Vizcaya, 1961) recibió en 2005 el encargo del Ayuntamiento de Torre Pacheco para realizar una biblioteca pública y un parque de lectura. La solución fue celebrada en su momento por el hábil manejo de la topografía -el conjunto se trataba como una hendidura artificial en el terreno, con un gran patio de acceso en la entrada y la transformación de la cubierta en espacio público-. Su construcción austera, que no áspera, revelaba desparpajo: un forjado bidireccional de hormigón, similar al de un aparcamiento, quedaba suavizado por un ready-made que utilizaba bañeras de encofrado como plafones o la aparición de vidrios tintados que coloreaban el espacio interior.



Normalmente, la historia acabaría aquí: una vez terminado el edificio, la vida sigue por otro lado bien distinto. Pero el Ayuntamiento apreció el potencial transformador que podía tener la arquitectura. A partir de entonces, el proceso se extendió 7 años y 9 hectáreas, en los que Lejarraga fue hilvanando actuaciones y concatenando oportunidades. Primero, con un nuevo colegio infantil que sustituyese a otro ya obsoleto; luego, con actuaciones de pequeña escala y mínimo impacto económico -acupuntura, lo llama el propio arquitecto- que formaron paulatinamente un tejido de actividad. Muchas de las ideas no se materializaron como elementos construidos, sino mediante una medida gestión de recursos que dotaba de equilibrio a un organismo en expansión constante. La observación sensible permitió que, mediante un uso afinado de los horarios, el colegio canjease las pistas de juego previstas -ya existentes como anejo de un polideportivo cercano- por un pequeño salón de actos. O que el antiguo equipamiento escolar, en lugar de derribarse, se reutilizase como espacio de reunión vecinal de ensayo.



Este proyecto solo puede entenderse dentro de un corpus de trabajo más amplio: el que desde hace años recorre la obra de Lejarraga en Cartagena y sus alrededores. Esta labor insistente sobre el espacio público es objeto de una exposición en la Sala Verónicas de Murcia, dentro del ciclo de exposiciones de La Conservera, abierto hasta el 30 de marzo, donde también se retrata un proceso de transformación, el de la propia praxis del arquitecto, más concentrado en sus inicios en piezas precisas de pequeña y mediana escala. De dentro afuera, el trabajo en Torre Pacheco implica una inversión de esos términos: esta interpretación de lo urbano supone un trueque de las normas rígidas de los planes por las relaciones ricas y complejas de lo encontrado, de la precisión del relojero en la capacidad analítica del meteorólogo.