Nave Boetticher. Foto: M. Churtichaga
Villaverde era un tejido de aluvión de tiempos más broncos e ingenuos que buscó una segunda vida como distrito tecnológico. Un Silicon Valley periférico en el que que, por el momento, solo queda una Catedral sin aceras. "Es como un dinosaurio", desliza Josemaría Churtichaga (Madrid, 1967) de Churtichaga + Quadra-Salcedo arquitectos, autores junto a Joaquín Lizoasoaín (Madrid,1963) de la rehabilitación de la nave Boetticher, una antigua fábrica de ascensores de la capital que, tras la quiebra de la empresa en 1992, atenderá en su segundo acto al sobrenombre -tan sonoro como indefinido-de Catedral de las Nuevas Tecnologías. ¿En qué (específicamente) se parece a un dinosaurio? ¿En tamaño, en rudeza, en su calidad de especie extinta? Un poco de todo, en realidad. El edificio detenta ciertos rasgos de parecido no solo en lo morfológico, sino en su devenir de ente amenazante a producto de entretenimiento. Primero entendimos "industrial" como generador de riqueza, luego como residuo deleznable y ahora como patrimonio libre de peligros, apto para el público general.
Siempre que se visita un edificio rehabilitado surge la pregunta de hasta qué punto la melancolía dota de valores imaginarios a su arquitectura. La analogía prehistórica también afecta a este caso en un aspecto más sutil. Una masa torpe -el dinosaurio original de los cuarenta- desvela discretos saltos en la cadena evolutiva. Las alteraciones en su orden interno -con su estructura irregular- y sus monstruosas dimensiones - el vano principal es de 19 x 139 metros- permiten empatizar con los squatters que supieron apreciar su potencial mientras estuvo abandonada. No se llama Catedral por nada: la Boetticher -"el espacio diáfano cubierto más grande de Madrid", repiten como un mantra los arquitectos- recorrerá en su vida el camino que va desde la mugre al bit, y de los gigantes a los microorganismos.
Tras la ampliación, el edificio ha transformado el esquema basilical de la fábrica en una planta de perímetro cuadrado fragmentada en bandas, envuelta por coloridas lamas verticales: "un citoplasma", dice Lizoasoaín, cambiando la escala del símil. Esas bandas quedan articuladas por recursos espaciales tan sencillos como eficaces: expansión, compresión y, por último, dilatación. El recorrido, ahora transversal, se inicia en la explanada de aparcamiento -a la que vierten unos contenedores de carga, ligeramente adaptados como pequeños talleres para emprendedores-, atraviesa una banda de servicios -salón de actos, talleres y cafetería, iluminados cenitalmente por discos de luces ambarinas y turquesas- y culmina, claro, en la gran nave central. Diáfana y a la espera, queda solo puntuada por pequeños bibelots que, con pimpante textura de juguetes, asoman al espacio. Hay poco interés en exhibiciones; se prima aquí el protagonismo del vacío. Fuera, junto a la mole, una torre (para oficinas y administración) señala el conjunto.
La Boetticher es una masa aún subrayada por una valla de obra. Y aunque casi concluida -butaca más, butaca menos-, permanece en el limbo, huérfana de programa y destino. Toda vez se sale de su perímetro, aún no hay nada; como si, contra lo habitual, lo que estuviera sin acabar fuera el mundo y no la obra. Al marcharse, con la primavera a punto de fiebre, queda el recuerdo de un monstruo que pide a gritos la oportunidad de existir. Que el dinosaurio despierte de nuevo.