Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Paisaje exterior de la Intermodal de Logroño. Foto: José Hevia

En lugar de limitarse a enterrar una infraestructura ferroviaria, la estación intermodal de Logroño, de Ábalos + Sentkiewicz arquitectos, propone una síntesis entre lo arquitectónico y lo natural en una ambiciosa solución urbana de integración social y paisajística.

Empecemos por el contexto. Logroño ha visto crecer abruptamente su casco en la segunda mitad del siglo XX, primero hacia el este y, más tarde, hacia la línea del ferrocarril al sur. Como en otras ciudades de España, el cambio de siglo impuso la decisión del soterramiento de las vías con el fin de integrar sus terrenos en la trama de la ciudad, proceso para cuya gestión se creó incluso una sociedad pública, LIF 2002 (con Santiago Miyares y María Cruz Gutiérrez al frente).



Ahora, tras una década de trabajos, comienzan a apreciarse los primeros resultados, caso de la nueva estación intermodal y su correspondiente parque en superficie realizados por Iñaki Ábalos (San Sebastián, 1956) y Renata Sentkiewicz (Kolo, 1972). La Intermodal supone, pues, la probeta o piedra de toque de una intervención ambiciosa. El ejercicio puede definirse mediante un gesto que aprovecha para sí el impulso de la excavación: una ladera horadada y, bajo ella, una gruta artificial -hoy aún 'media cueva', hasta que ese subebaja de relieves artificiales finalmente se complete con la estación de autobuses y las torres previstas en el concurso-. Se trata de una apuesta sin rutina: conocemos, por supuesto, ejemplos óptimos de estaciones y parques; pero su suma, su disposición simultánea y superpuesta, aporta plusvalías urbanas por encima de la tradicional respuesta del objeto epatante que tan bien ejecuta -como paso de baile bien aprendido- la arquitectura española.



La corteza topográfica de la Intermodal se toma en serio su símil geológico. La cueva -modelo impuesto por sus autores- se refleja en su propia configuración estructural con unos apoyos- estalactita ubicados de forma aparentemente aleatoria. Esos perfiles de aluminio recubren, aunque no ocultan -son artificio y no engaño-, la estructura de cerchas metálicas, y dotan de dignidad y cualidades espaciales a ese surgir de la tierra, para trocar así el tránsito funcional del pasajero en fantasía espeleológica. La caverna artificial preña sus sombras en sugerencias y sirve de sustrato del mecanismo paisajístico dorsal: el jardín de cubierta (en colaboración con Teresa Galí-Izard), aún en crecimiento.



Interior de la Intermodal de Logroño. Foto: José Hevia

Excavar no es un acto inocente. En vez del roturar que oxigena la tierra, en la ciudad perforamos para asfixiar lo indeseado. Por arriba, en superficie, plantamos, vivimos y paseamos, pero ocultamos la trastienda. Ese conflicto queda aquí explícito al tiempo que superado. Si algunas de las obras primigenias de Ábalos, incluso las de pequeña escala, recurrían al desparpajo funcional del rascacielos -usos superpuestos y segregados entre sí que desembocaban en brutales conjuntos edilicios-, en Logroño las superficies se enlazan en continuidad y se sustituyen las conexiones que rompen la fantasía espacial, como la escalera o el ascensor, por la rampa y la pendiente.



Podría concluirse que parte del mérito de la Intermodal está en evitar apriorismos en su juego de opuestos: luz-sombra, natural-artificial, orgánico-geométrico o ascenso-descenso aparecen en el mismo plano, sin el comúnmente llamado lado bueno. La ladera, la corteza orográfica, deviene así en metonimia de la operación urbana, que busca también unificar dos realidades y difuminar la habitual segregación establecida por los trazados de las ferrovías, como si la operación tridimensional airease tanto los túneles como la configuración social de la ciudad. Logroño demuestra la pertinencia de programar lo que podrían denominarse como ‘infraestructuras ideológicas', cargadas no tanto de pragmatismo político como de optimismo cívico. "Porque está ahí", respondía Reinhold Messner al porqué de escalar el Everest; buen lema para recordar que otras ciudades son posibles, incluso reales.