Exterior del Hipódromo
La recuperación del Hipódromo de la Zarzuela de Madrid por Junquera Arquitectos supone un desafío notable: conjugar en presente, y con su vigor intacto, una obra señera de la modernidad en España. Un trabajo invisible que traza continuidades en el tiempo.
La arquitectura del Movimiento Moderno resulta por su cercanía inmune al sentimentalismo. Conservar unas obras que nacieron bajo un signo de juventud eterna -la modernidad era eso- supone congelar el fuego fatuo de un feroz sincretismo entre lo objetivo y lo experimental. La pregunta (tan repetida) que enuncia un caso como el Hipódromo es cómo traer un edificio histórico a nuestra contemporaneidad. Volver al origen, la solución aquí adoptada, se enfrenta en este caso a una paradoja: pese a ser una obra muy conocida, las turbulencias de sus inicios han dejado poca documentación original.
En un trabajo forense, el equipo de Jerónimo Junquera (Madrid, 1943) aprendió que el conjunto constituía un milagro aún mayor de lo esperado. Las marquesinas, diseñadas por Torroja, son historia de la ingeniería, y las fotografías de carga de sus láminas aladas asombran aún. Al deterioro (lógico) de un elemento tan delicado -con sus armaduras casi sin recubrimiento y su hormigonado irregular, producto de los precarios medios de la época- se sumó un hallazgo perplejo: su estructura se había sostenido casi tres cuartos de siglo en punta, descansando sobre unos apoyos en el terreno casi inexistentes, como stilettos, que necesitaron de urgentes recalces.
Conviene preguntarse también en qué medida actuar: mientras que la lámina de cubierta -que apuraba las posibilidades del hormigón como juego de esfuerzos compensados y grosores mínimos- era intocable en su pureza, la tribuna en sí -gradas, vestíbulos y dependencias auxiliares- corría el riesgo de ser tratada en busca de una renovación que, en realidad, no necesitaba. Junquera relata las dificultades para encontrar una empresa capaz de recuperar el aspecto de las carpinterías originales -mediante el plegado de chapa metálica, un método ya infrecuente-, o la compleja elaboración del terrazo. Se intuye en sordina el aprendizaje de un lenguaje técnico específico para evitar así el grosero pastiche imitativo. La obra del Hipódromo hace de su invisibilidad virtud: los arquitectos obvian aquello que no ayude al relato, incluso a sí mismos, si fuera necesario.
¿Podemos hablar entonces de arquitectura o, más bien, de fisioterapia? Es difícil responder a eso. La ortodoxia indica que los resultados mandan y lo que pasa en medio suele quedar a beneficio de inventario. Entender así esta rehabilitación tiene algo de leer (mal) subrayados: los rescoldos de excelencia mitológica del Hipódromo podrían dar carpetazo el asunto con méritos de hace 80 años, pero es que el proceso sí importa aunque, como aquí, reescriba la conformación material de la arquitectura sin cambiar apenas su apariencia. Porque el arquitecto no busca tanto firmar al pie como aprender en el viaje, al inicio de las cosas, a primar el buril sobre el escoplo. Y, finalmente, porque la arquitectura no consiste tan sólo en construir, sino en hacerlo, sin duda, de una determinada manera.