Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

El arquitecto en su estudio. Foto: Sergio Enríquez-Nistal

José Miguel de Prada Poole (Valladolid, 1938) abre la puerta de su estudio, un formidable laboratorio situado en una buhardilla del barrio de Arturo Soria, en Madrid. De figura escueta y pelo de arbusto, trabaja encaramado a este edificio -proyectado por él mismo en compañía de Ricardo Aroca, Emilia Bisquert y Carmen González Lobo- rodeado de maquetas, prototipos, cuadros, una canoa y una biblioteca en expansión: “Me he pasado la vida leyendo, no hago otra cosa; sin datos, un ordenador no es nada”. Prada Poole se hizo famoso a principios de los 70 por su frugal arquitectura neumática, con proyectos como el prototipo de viviendas Jonás (1970), la Instant City en Ibiza (1971), las gigantescas burbujas de los Encuentros de Pamplona (1972) o el Hielotrón de Sevilla (1973). Las publicaciones del momento lo situaban entre las estructuras desplegables de Emilio Pérez Piñero -autor del domo de vidrio del Teatro-Museo Dalí en Figueras- o los encofrados flexibles de Fisac. En su heterodoxia, Prada Poole puede alinearse con un arquetipo muy hispánico: el del pionero capaz de logros estratosféricos sin respaldo alguno; un inventor más preocupado por las implicaciones de su trabajo que por suscribir relamidas caligrafías edilicias. Antes hacer bien que quedar bien.

Al fondo de su taller, contra una pared, se apoya una maqueta del Palenque realizado para la Expo ‘92 de Sevilla y demolido en 2007: “Fue una situación fea de mera especulación”, relata. “No supieron aprovechar un espacio público reutilizable al 100%”. Bajo el palio, los vaporizadores de agua aliviaban a los visitantes de los rigores de la canícula hispalense “como la nube que acompañó al pueblo de Israel en su éxodo por el desierto de Sinaí”, dice, orgulloso de haber popularizado ese sistema de refrigeración. “Cuando paseo en verano y veo esos ventiladores con agua en las terrazas, pienso en quién imaginará que eso lo hice yo...”. Quizá sea la única concesión a la nostalgia de toda la charla.

Bajo su aspecto amable, defiende con ferocidad la condición efímera de la arquitectura: “Raimund Abraham hablaba de ‘construir para la eternidad' ¡Qué egolatría! Si tienes un poco de cabeza, es mejor no dejar ni rastro. En uno de mis primeros artículos, La arquitectura perecedera de las pompas de jabón (1968), defendía que ésta fuera ‘como huellas de gaviotas en la arena', de las que no queda rastro tras la marea”. Su obsesión por lo fugaz se relaciona con la preocupación por el habitar que enhebra su trayectoria: “¿Quién tiene ahora un coche con más de diez años? Muy poca gente. Si sucediera también con las viviendas, serían incluso más baratas que los automóviles. Porque si a un coche le quitas el sistema de transmisión, las ruedas, el motor de combustión... vale dos perras. Hoy sigo trabajando en viviendas que no se construyan con ladrillo; estoy desarrollando un prototipo -se vuelve hacia las pantallas de su ordenador- para construirlas con la tecnología salvaje de la industria del automóvil: ¡serían muy baratas!”.

 

Casa Jonás o sobre una arquitectura inteligente. Prototipo de Vivienda.

 

El arquitecto relata su abandono de las prácticas convencionales a finales de los setenta como una conversión à la Pablo de Tarso: “Llevé a mi hijo a visitar una obra de unas viviendas económicas en Leganés. Mientras las recorríamos, mi chaval miraba a todas partes. Yo pensaba: ‘este ya ha caído arquitecto'. De repente, se paró y me dijo: ‘papá, ¿por qué estáis tirando este edificio?'. Me giré y, efectivamente, todo estaba lleno de escombros, ladrillos cortados y tirados por ahí. Al día siguiente, me puse en el acceso a la obra con una libreta: por cada camión que entraba de material salía otro de escombros. Aquello no tenía ningún sentido. Además, si pensamos en el tiempo que cuesta poner cada ladrillo (pongamos 20 segundos) y lo multiplicamos por el número necesario para levantar un edificio, vemos que, inevitablemente, se tarda muchísimo... Entonces cerré el garito y me fui a investigar con una beca Fulbright al MIT (Massachusetts Institute of Technology), en Boston. Hasta hoy no he vuelto a tocar uno”.

Prada Poole aterrizó en Estados Unidos durante los primeros ochenta con un prolongado currículum en el desarrollo de arquitecturas atípicas, como la mencionada Instant City en Ibiza, un ensamblaje de gusanos neumáticos realizado en 1971 con motivo del VII Congreso del International Council of Societies of Industrial Design (ICSID). Esta jaima hinchable hizo las veces de campamento para los estudiantes que asistían al congreso: “¡Pero si solo era una cosa hecha con grapas y tijeras para ayudarles! No tenían dinero porque se lo habían gastado todo en promoción -a mí siempre me han encargado cosas por ser muy barato-. Carlos Ferrater, uno de esos estudiantes, habló con una empresa de plásticos para que nos dieran gratis el material. Lo conseguimos con plástico para flotadores, tras algunos ensayos en el laboratorio de tejidos de la Escuela de Caminos”. Así rememora el espíritu de hippismo tardío y cultura colaborativa que rodeó el tejido de la carpa: “Vinieron unos belgas que eran tremendos, iban allí como a un festival; pero un grupito de seis o siete estudiantes catalanes de arquitectura empezó a poner orden. Uno enseñaba a grapar a cuatro y, una vez que sabían hacerlo con soltura, tenían la obligación de enseñar a otros cuatro. Al cabo de un día, ya había 60 personas grapando”.

La transmisión del conocimiento ha marcado su trayectoria, bien como profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, donde mantiene un cargo emérito, o como impulsor de talleres en los que continúa testando prototipos. El último, una reedición de la Instant en Aarhus (Dinamarca), junto a Antonio Cobo e Izabela Wieczorek: “Me gusta mucho el contacto con la gente joven. Quizá gracias a ellos la sociedad pueda cambiar de línea”. En un momento en que se esgrimen fatigosas moralinas protagonizadas por lo sostenible y lo austero, pudiera pensarse que el ejemplo de Prada Poole es más pertinente que nunca. Se interesó con acierto visionario -en España antes que nadie- en temas que, con el tiempo, han sido aprovechados por otros para hacer caja o exhibir conciencias blanqueadas: la ecología, la construcción ligera, la vivienda de emergencia. Pero su mirada no es autocomplaciente y, en lugar de consignar sus logros, como buen idealista, se preocupa más por el paso siguiente que por la meta en sí. Constructor del aire, las burbujas de Prada Poole no están infladas de humo, sino henchidas de ideas.