Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Blue Pavilion, instalación de Pezo von Ellrichshausen.

"Queremos hablar de la arquitectura del presente y el futuro, no solo del pasado". Así introduce Charles Saumarez Smith (Redlynch, Inglaterra, 1954), secretario y director ejecutivo de la Royal Academy, la muestra Sensing Spaces. El viejo anhelo de encerrar al genio en la botella: exponer arquitectura sin revisiones historicistas o herramientas convencionales de representación; arquitectura de verdad en la Burlington House. La comisaria Kate Goodwin amplia la descripción para El Cultural: "celebramos los elementos básicos de la arquitectura -gravedad, estructura, luz, materiales, tiempo y lugar- y cómo pueden conectarnos con estados de ánimo, un lugar particular o un momento específico".



Los siete equipos escogidos exhiben multiculturalidad: el japonés Kengo Kuma, la oficina chilena Pezo Von Ellrichshausen, los portugueses Eduardo Souto de Moura y Álvaro Siza, los irlandeses Grafton Architects, el chino Liu Xiaodong y, por último, el burkinés (afincado en Berlín) Diébédo Francis Kéré. Se trata de una disparidad solo aparente, sin invitados incómodos; son, hasta cierto punto, el mismo arquitecto siete veces: discurso intradisciplinar con resonancias materiales -nada de excursiones teóricas, siempre obra construida- y continuidad sin fisuras con la modernidad. Una uniformidad de perfiles que no se traslada a la calidad de la producción resultante.



En el patio de acceso, Álvaro Siza presenta tres prismas amarillos a modo de columnas que se relacionan con el orden de fachada de la Burlington House. Ya en la galería, Eduardo Souto de Moura dispone, en dos salas diferentes, unos umbrales en hormigón que replican el despiece de los existentes en madera; sus giros y desplazamientos provocan tensiones espa- ciales entre original y copia. Los arquitectos portugueses comparten un marcado carácter objetual; son piezas consistentes, aunque meramente escultóricas. En apariencia, las dos estancias que ocupa Kengo Kuma siguen dicha línea: unas varillas de bambú de 4 mm de diámetro forman un bosque bañado por una tenue iluminación contrapicada. El fantasma del escaparatismo acecha, pero en el segundo cuarto la fronda se abre en una cúpula de vectores, una sencilla operación inmersiva que permite dar el paso hacia la arquitectura.



En el resto de instalaciones prima la experiencia interior. Desde el distribuidor de acceso se observan dos situaciones opuestas: a la izquierda, cuatro colosales cilindros de madera sostienen, bajo los lucernarios de la galería, una misteriosa caja dispuesta en diagonal; a la derecha, oscuridad y luz en secuencia, con visitantes mirando siempre hacia arriba. Son las obras, respectivamente, de Pezo Von Ellrichshausen y Grafton Architects. La de los chilenos, un rotundo volumen de madera con reminiscencias rossianas, es aparentemente impenetrable. De cerca, se advierte que los cilindros están huecos -contienen escaleras de caracol- y, al fondo, aparece una rampa. Arriba espera una plataforma próxima a la bellísima moldura dorada de la sala, con sus ángeles al alcance de la mano; un espacio casi ciego, en el que los petos marcan la línea del horizonte hasta casi alcanzar el estatus de paredes. Es una experiencia frustrante y la mejor instalación del lote, que juega con ese casi para hacernos partícipes precisos de las dimensiones del espacio.





Instalación de Kengo Kuma



Al otro lado, dos salas en secuencia: una primera oscura seguida de otra en blanco, obra de las irlandesas Shelley McNamara e Yvonne Farrell (Grafton Architects). Se trata, en ambos casos, de unos paramentos suspendidos y bañados por la luz cenital, aunque el anémico sol londinense necesite de focos para intensificar la experiencia. Es un trabajo que recurre a un tipo de emoción muy básica -la que podría experimentarse al entrar en el Panteón, por ejemplo-, aunque algo manida. El espacio de Li Xiaodong queda también un tanto agobiado por la literalidad. Sobre un plano de luz, reproduce fielmente el sistema constructivo de su biblioteca de Liyuan (China); pequeñas ramas sin desbastar construyen las paredes de un laberinto que desemboca en estancias de diversas características dimensionales y materiales. Por último, Diebedó Francis Kéré conecta dos salas mediante un túnel de paneles celulares de polipropileno, y pretende que los espectadores activen la instalación insertando pajitas de colores. Kéré quiere que "volvamos a ser niños otra vez"; produce cierto embarazo ver a un arquitecto supuestamente serio enredar al espectador en este banal ejercicio de empoderamiento à la page.



Entonces, ¿por qué es esta una exposición de arquitectura y no de arquitectos jugando a ser artistas? Goodwin replica junto al volumen de Pezo Von Ellrichshausen: "se han construido estructuras reales, lo que exige una integridad que puede apreciarse (aquí). La exposición trata de manera sencilla la experiencia espacial con una intención arquitectónica, como ocurre, por ejemplo, al subir una escalera o atravesar un túnel. Aunque se acerque ocasionalmente al arte, espero que evoque también la arquitectura".



Y llega la paradoja. Las últimas muestras internacionales (bienales, trienales et al.) han desconcertado al primar la interacción conductista o las consecuencias económicas o sociales del oficio del arquitecto sobre aspectos aparentemente más disciplinares. Al retomar éstos e irse al polo opuesto -el del pensamiento intramuros-, el paseo pintoresco por Sensing Spaces plantea la misma duda (im)pertinente: ¿tiene sentido seguir explorando solo determinados mecanismos de la arquitectura, como si la experiencia estética aislada fuera, en sí, suficiente? La pregunta suena antigua; aquí y ahora, la respuesta es "no".